El merecidamente prestigioso historiador español José Álvarez Junco publicó en 2022 un ensayo doblemente memorable: Qué hacer con un pasado sucio. Un libro excelente que yo acabo de terminar de disfrutar enormemente. Justicia, paz, verdad. De eso trata Qué hacer con un pasado sucio. Justicia, paz, verdad, y España. Comienzo…
[…]
El autor pretende “influir sobre el presente”, porque
lo que busca es responder a la pregunta ¿qué hacer tras aquella herida?
Y para ello comienza por reivindicar el papel de los historiadores, esos
científicos sociales como él, en tanto que “intelectuales públicos y pedagogos,
como voces reflexivas que exponen y aclaran hechos o periodos problemáticos”,
de tal manera que es probable que puedan allanar “algo el camino para
resolverlos”. Ojo, exponen y aclaran, en modo alguno sermoneen u
orienten. Los historiadores explican (explicamos) lo ocurrido sin crear
problemas nuevos, incluyendo a todos, sin disfrazarse (disfrazarnos) de
abogado, sin defender causas.
En el libro hay tres niveles de discurso:
“El del historiador,
que cuenta, lo mejor que puede, lo ocurrido; el de los partidarios de la
«memoria», que reivindican los derechos de las víctimas; y el de los gobernantes,
que deciden sobre las medidas de justicia o de política conmemorativa que deben
adoptarse”.
La Historia, eso que hacen los historiadores,
es “un saber académico dirigido al conocimiento del pasado basándose en datos
probados con la máxima certeza posible e interpretados a partir de un esquema
explicativo que quiere ser convincente. Así descrito, es un saber que se
proclama científico”. Científico, pero no tanto como la química y lo biología,
dada “la arbitrariedad y la aleatoriedad que dominan su recogida de datos”, la
subjetividad inevitable en la interpretación de los mismos, la imposibilidad de
experimentar su objeto de estudio, el pasado, y el mero hecho de que, para
escribir el relato, los historiadores necesitan “usar artificios literarios”.
Artificios literarios que son, no obstante, totalmente ajenos a la pura
invención y se apoyan “en un esquema explicativo racional”.
¿Para qué sirve la Historia? Sirve
esencialmente para “el conocimiento y la explicación de los hechos pretéritos”.
También, y en segundo lugar, dice Álvarez Junco, sirve para “proporcionar
ejemplaridad moral”. Clásicamente, servía además para legitimar el poder
establecido. No se olvide: “fue lo que se hizo durante milenios”.
Y llega el protagonista esencial del libro, junto a la
Historia, la memoria y la justicia: España. ¿Qué es España?
“Lo que hoy llamamos
España ha sido una construcción histórica, producto de una conjunción de
circunstancias políticas y culturales, aunque habría discrepancias, eso sí,
sobre la fecha hasta la que podemos remontar su surgimiento: entre finales de
la Edad Media, para quienes se conformen con la aparición de expresiones
identitarias cobijadas por el término «nación», y las Cortes de Cádiz, para
quienes exijan afirmaciones explícitas de la soberanía popular”.
El autor de Qué hacer con un pasado sucio hace
un magnífico recorrido por el pasado español, pero lo que a mí me interesa aquí
es cuando llega a la década de 1930 y los problemas políticos de aquellos
tiempos, con los “malos ejemplos políticos ofrecidos por la Europa del
momento, que hacían soñar a la derecha con un régimen corporativista
autoritario y seducían a la izquierda con un paraíso de igualdad y justicia
social impuesto por una dictadura obrera”.
Es innegable que, “visto con la distancia”, casi todo
cuando proponían los republicanos de abril de 1931 “era razonable y necesario”.
Sí, “pero imposible, a todas luces, de llevar a cabo de la noche a la mañana”.
Ahí estaban la Iglesia católica y muchísimos militares insumisos al poder civil
ambos. Eso sin hablar de las medidas adoptados por la Segunda República,
a las que Álvarez Junco tacha en algunos casos de “demasiado sectarias”, cuando
no “demasiado lentas y legalistas”. Además…
“En ambos lados había
fuerzas que no reconocían la legitimidad del adversario, aunque triunfara en
las urnas, para formar gobierno”.
[…]
Nadie pudo predecir el pavoroso conflicto entre
españoles que comenzó aquel verano de 1936. Aquella guerra no habría existido o
no habría sido tan larga y devastadora de no haber habido intervención
extranjera. Lo que no quiere decir que esa internacionalización fuera en modo
alguno su causa directa.
¿Cuáles fueron las complicadas y múltiples
causas de la Guerra Civil española? Habla el autor de Mater
Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX:
“Aunque se tradujo en dos
bandos enfrentados por un mismo territorio, los proyectos políticos de ningún
modo eran sólo dos. Como mínimo, hubo tres, según la autorizada opinión de Enrique
Moradiellos: el nacionalista autoritario de los rebeldes; el liberal democrático,
defendido por quienes de verdad creían en una república parlamentaria; y la
revolución social que exigían los anarquistas, los trotskistas o el sector
socialista que seguía a Francisco Largo Caballero. Aunque, desde luego, este
esquema tripartito podría a su vez subdividirse de mil maneras, pues los
rebeldes también agrupaban todo un abanico de propuestas y la revolución
incluía diversos modelos, algunos incompatibles entre sí”.
Se trató de un “un explosivo cóctel” en el que se
mezclaron “lucha de clases, guerra de religión, enfrentamiento entre democracia
y fascismo, entre fascismo y comunismo, entre nacionales unitario y
autonomismos disgregadores…”. Y nada de todo ello era específicamente
español ni tampoco excepcional en aquel momento histórico. Pongamos orden
en esas causas:
“Lucha de clases;
religiosidad católica frente a anticlericalismo; españolismo unitario y
castellanista frente a autonomismos o secesionismos periféricos; y abismo
cultural entre el mundo rural y el urbano”.
Todo ello polarizado alrededor de fascistas y
comunistas.
Vayamos a las razones de los sublevados: su golpe de
Estado era “una reacción de tipo conservador, cuyo objetivo último era la
perpetuación de la cultura y las jerarquías sociales heredadas frente a un intento
de reforma política radical que amenazaba con adquirir dimensiones
revolucionarias”. Sabemos que aquel golpe desencadenó una guerra que acabó con
la victoria rebelde y supuso la instauración de una dictadura a la que llamamos
franquismo por haber sido ejercido por el general Francisco Franco. Una
dictadura que, en su final, en sus últimas dos décadas “no vertía ya sangre en
cantidades comparables a las de los años 40”.
Cuando murió el dictador Franco, “lo que deseaba la
inmensa mayoría de la población era que no se repitiera la guerra civil.
Querían alejamiento, olvido, tanto de la guerra como de la posguerra. Querían
dejar atrás el trauma”. El debate sobre el futuro de España ahora era
posible, “era ineludible planteárselo”. La mayoría quería un sistema político
“no muy distinto a los de la Europa occidental a la que el país, geográfica y
culturalmente, pertenecía”. Se trataba de evitar, no a toda costa, la
continuación de la dictadura, “demasiado cercana a la tragedia y, según temían
muchos, posible antesala hacia su repetición”. Ese sería el clima de la
Transición. Un clima que incluía “una reconciliación simbólica con el pasado”:
la obsesión de todo aquel proceso fue “no repetir la Guerra Civil”.
Aquello pudo tener lugar, el tránsito desde una
dictadura a una democracia, porque la España de 1976 no era la de 1936. Tampoco
fueron en la década de 1970 las mismas conductas, situaciones políticas
coyunturales y decisiones de los líderes que condujeron el proceso que las de
la década de 1930: “mejor en 1976 que en 1931”.
La Transición fue el resultado de una ruptura
pactada (como afirmaría el propio líder comunista Santiago Carrillo,
presente en las vicisitudes de la Guerra Civil y del regreso de la democracia
tras la dictadura). Conviene no olvidar que durante la Transición …
[…]
Yo también considero, como Álvarez Junco aquí, y
tantos otros en sus escritos historiográficos, que la Transición no
significó un pacto de silencio u olvido, ese reproche tópico que se le hace
a aquel periodo, a aquel proceso. ¿No se habló en aquellos años de la Guerra
Civil ni del franquismo? Sí, sí que se habló: “no hubo olvido, silencio,
amnesia, sino al revés, decisión de tenerlo presente en todo momento, de
enfrentarse a ello para evitar que volviera a ocurrir, que se interpusiera
entre el presente y un futuro que se veía como posible y deseable”.
Otra cosa fue la justicia, entendida esta como la de
los juicios penales, la de las purgas, la de las sanciones. Ahí sí “existió
un pacto de omisión”:
“La Ley de Amnistía de
octubre de 1977 descartó, explícitamente, toda exigencia de
responsabilidades por las vulneraciones de derechos, tanto durante la guerra
como bajo la dictadura. Lo cual beneficiaba a ambas partes cuando se proyectaba
sobre el período anterior a abril de 1939, pero en relación con el posterior
tenía unos beneficiarios casi únicos, que eran quienes habían detentado
posiciones de poder, y aplastado a sus adversarios, en esos 36 años”.
Tal fue el acuerdo que hizo posible la Transición, el que
benefició a los cargos franquistas y a quienes colaboraron con la dictadura
para ejercer su carácter represivo. De tal manera que, con el paso del tiempo,
“las nuevas voces que se alzaban eran ya las de los nietos de los protagonistas
o testigos de la Guerra Civil, cada vez menos obsesionados con evitar su
repetición y más distantes de una transición a la que veían como ajena e
insatisfactoria, como un pacto entre élites que había traicionado a la
verdadera democracia”. No obstante, hay que tener en cuenta que, ante esta
imagen negativa de la Transición (y del llamado despectivamente régimen del
78), propia de determinados medios intelectuales pero también políticos, la
opinión que predomina entre la ciudadanía es la del orgullo ante aquella etapa.
Memoria colectiva, memoria histórica, justicia transicional es el título del capítulo décimo de Qué hacer con un pasado sucio. Mientras la Historia, en tanto que disciplina racional y crítica, compara versione supuestas, la memoria es algo personal, espiritual, algo cargado de emociones. Como afirmara el historiador Santos Juliá, lo que busca la Historia es la verdad, él decía: ‘toda la verdad si fuera posible’. Sin embargo, lo que pretende la memoria es ‘encontrar o construir un sentido’ para un determinado pasado, un sentido con el que ‘se siente unida por un vínculo especial’. Álvarez Junco es rotundo:
“La
memoria es una fuente de información digna de poca confianza”.
Pero, aclara, a continuación que, pese a ello, es “una
fuente de información útil para el saber histórico”, de tal manera que la
llamada Historia oral enriquece y complementa el conocimiento del pasado. Pero
no lo explica, añado yo: no ayuda por sí sola a comprenderlo: “es una fuente
más que debe ser contrastada con otras”. Complementa a las fuentes escritas,
pero no las sustituye.
Para Santos Juliá, la memoria histórica sería ‘la
memoria de relatos que han llegado al sujeto a través de generaciones de
antepasados o de testigos de los acontecimientos’; de manera que, ‘lo que
recuerda el sujeto no es el hecho, sino lo que le han contado los suyos acerca
del hecho’. Con el tiempo, afirma Álvarez Junco, “se convertirá en mera tradición
oral, que puede haber llegado a deformar el relato original hasta
convertirlo en irreconocible”.
Recientemente, se usa el marbete memoria histórica
“para referirse a las exigencias de esclarecimiento de hechos, justicia penal,
reparación o compensación para víctimas de abusos o crímenes colectivos”. Eso
no es memoria, son, si acaso, “políticas terapéuticas”, tampoco es histórica.
La memoria es usada en este caso “como una guía de conducta a partir de un
pasado injusto que exige un determinado comportamiento reivindicativo para no
olvidar o no traicionar a los muertos”. No deberíamos hablar en estos casos de
memoria histórica, sino de justicia. Más concretamente, de justicia
transicional.
[…]
Entiendo como unas interesantes conclusiones del libro
estas palabras de su autor:
“La democracia
española actual tiene su legitimidad propia, del mismo modo que los
derechos de los ciudadanos españoles emanan de sí mismos, y no de la historia;
no necesitan anclarse en la República de 1931 ni en los fusilados por el
franquismo. Pero, a la vez, no deben dejar de honrar y reivindicar a quienes
cayeron por defender las libertades de que hoy disfrutan”.
“Lo primero que
deberíamos tener en cuenta ante un pasado conflictivo es que estamos hablando
de una realidad que no es la nuestra; nosotros no vivimos aquello, no fuimos
ni somos responsables de lo ocurrido. Los protagonistas, como víctimas o
culpables, de aquellos hechos traumáticos no fuimos nosotros, sino unos
antepasados a los que quizás sería discutible llamar «nuestros», en sentido
estricto. Unos seres humanos que vivían, no lo olvidemos, en un mundo material
y mental distinto –muy distinto, radicalmente distinto– al nuestro. El
pasado no es el presente. El pasado es, en palabras de un literato de
éxito, utilizadas luego en el título de un importante libro de historia, un
país extranjero”.
Este texto pertenece a mi artículo ‘Álvarez Junco
y el pasado sucio de los españoles’, publicado el 6 de marzo de 2023 en Nueva
Tribuna, que puedes leer completo EN ESTE
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