Pepe sale mucho en mis cuentos

José López Fernández. Lo conozco desde que era niño. Por eso sale tanto en mis cuentos. Bueno, por eso y por ser alguien como es él. Pepe, el alma de mi barrio.


 

‘Todavía’ acaba así

Todavía escucho en el silencio de las noches de verano a los niños que a mi alrededor gritaban y a mí mismo gritando los gritos que solo los niños borrachos de juegos, y de noche, gritábamos para formar un griterío de jolgorio que adensaba el aire caliente de las noches madrileñas de los barrios junto al río. Todavía. Jose, el otro, no yo; yo también, claro; Antonio, cordobés y entrañable; Bayo; Ángel; Juli, Plaza, no Medina, que con Quique llegaría a mi vida enseguida pero no aún, como el Pelos, ya muerto; los hermanos Santi y Toni; Mota, que tardó años en ser Rodolfo; los Gemelos, cuyos nombres no logro recordar; Alberto; Rafa, a cuyo padre escuché hablar de Antonio Machado y de Miguel Hernández por primera vez, como si hablara de unos fantasmas amables a los que conviniera venerar y traer de nuevo al mundo de los vivos; Pepe, a quien pronto regañaría porque fumaba tan a destiempo; Manolo, el niño gordito que se inventó unos amigos y que aun es mi amigo desde el día que se ofreció a jugar con nosotros, conmigo y con Juli, y con su balón de verdad.

 

‘Entiéndemealoquetevoy’ está protagonizado por él

Jugábamos al bote-bolero. Jugábamos a tantas cosas, pero vamos que al bote-bolero también jugábamos, entiéndemealoquetevoy, que diría mi amigo Pepe, quien, por cierto, es el protagonista de esta historia.

Sucedáneo pedestre del juego del escondite, el bote-bolero sustituye la pared donde el que la liga cuenta hasta cien, o así, mientras los demás se esconden, por un bote o por cualquier objeto que haga las veces de bote, algo pateable, arrojable a cierta lejanía. Bueno, el bote-bolero, y Pepe, mi amigo Pepe. Ahí voy.

El caso es que, es curioso, desde el momento en que pensé que contar cómo fue aquella primera vez en que vi fumar a un amigo mío podía tener su gracia hasta ahora mismo que estoy intentando plasmarlo aquí en la pantalla, que no sé si es tu pantalla o tu libro, o tu yoquesé ahora que lo lees, el caso es que, entre tanto, ha ido perdiendo para mí no ya el interés o el misterio sino la vis cómica que creía haber detectado en su rememoración.

Unos segundos. Voy a intentarlo.

Alejop.

Alejop y saltamos Pepe y yo el muro que separaba la sacristía de la iglesia de nuestro barrio de un garaje, y ya tras la pared, ocultos, a sabiendas de que probablemente fuera ese el primer sitio donde miraría el que la pochaba, me quedo estupefacto, con esa cara que ponemos cuando sabemos que nada nos va a salvar y que el culpable está ahí, enfrente de ti, a tu lado, absorto en su desparpajo. Humo. De la boca de Pepe salía humo, no me explico cómo diantres había podido encender aquel cigarro, un cigarro, sin que yo lo hubiera advertido, en medio de la pirueta necesaria para salvar el murete y escondernos. Un cigarro, te cagas.

Yo no sé si le llegué a decir a Pepe que si sabía lo que estaba haciendo, que si nos veían se nos iba a caer el pelo, que quién demonios le había dado ese cigarro, que desde cuándo fumaba, que por qué fumaba, que si lo sabían sus padres, que si sabía fumar calándolas y todo eso, que si… Y ahora, recordando aquella media mañana, serían la una de la tarde, era la una de la tarde, que habría dicho el poeta de merecer un poema aquel bote-bolero, recordándola, digo, me veo a mi con 12, con 13, con catorce años a lo sumo, junto a mi amigo Pepe, que era y sigue siendo, claro, de mi edad (me saca unos días), me veo, y sí, sigo, con una cara de panoli, con el rostro de un niño que no sabía, ni podía saberlo, que no sólo la vida iba en serio sino que crecer es de valientes.

 

Aparece al comienzo de ‘La puta memoria’

El barrizal en Balaídos hacía verdaderamente imposible la disputa del balón en aquellos partidos de fútbol que veíamos resumidos en Estudio Estadio. Bueno, en Estudio Estadio y en el bar Goype. Y en el escaparate del SEARS de mi barrio, donde Manolo, Quique y yo arrimábamos un banco de la calle para ver de cerca los goles de Juanito, y quizás los de Quini, en las pantallas de las teles que vendían.

Y en Las Gaunas. El barrizal, digo. Y en San Mamés, y en el Sardinero, y en el Molinón. Y a veces hasta en la Rosaleda. No es que fueran tiempos de lluvias, no. Eran tiempos de terrenos de juego mal drenados, algo que ahora con toda la pasta que mueve el fútbol ya no se da. Tiempos de la amistad de los barrios. Tiempos de Manolo, de Quique, de Rodolfo, de Bayo, de Juli. Tiempos de rock y de fútbol, de las primeras chicas. Tiempos del Pelos y su melena. De Pepe.

 

Está levemente en ‘Un rayo negro atraviesa una flecha de oro’

La Flecha de Oro ya no existe, ya no está en la plaza de Cascorro, donde durante muchas décadas del siglo XX vendió ropa deportiva desde ese lugar emblemático de Madrid. En La Flecha de Oro compramos mis amigos y yo nuestra primera equipación deportiva, y ya no sé si nos llamamos El Rayo Negro (sí, El) porque las camisetas tenían una franja transversal de color negro de hombro izquierdo a cadera derecha o si las compramos así porque nos queríamos llamar El Rayo Negro. Tampoco estoy seguro de que el día que fuimos a comprar aquella ropa fuera un día del mes de enero de 1976, recién muerto o casi Franco.

¿Y por qué digo lo de enero del 76? Muy sencillo. En enero de 1976 soldados del Ejército sustituyeron a los huelguistas del metro que se negaron a conducir los trenes del subterráneo de Madrid en aquellos meses convulsos y decisivos. Y, en mi memoria, el día que fuimos a comprar nuestras primeras camisetas de equipo de fútbol como Dios manda quienes conducían y se ocupaban de los vagones del metro eran militares, soldados vestidos de soldados y con aspecto de soldados.

Claro, que hay un par de cosas que no me cuadran. Una, que aquel enero de 1976 yo tendría 12 años, a punto de cumplir los 13, eso sí, pero pocos años para poder ser la primera vez que efectivamente salía a otros barrios solo, sin mis padres, y montaba en el metro solo, sin ellos, en compañía de Santi, de Toni, de Bayo, de Alberto, de Pepe… En una algarabía en mi caso al menos de disfrute y de recién ganada libertad de hombre en ciernes. Y dos, que no recuerdo que hiciera frío cuando subimos al remate de El Rastro que es la plaza dedicada al héroe de Cuba, allá por el barrio de Lavapiés; más bien creo que era una tarde de primavera, no sé a ciencia cierta si una tarde de sábado o de viernes, con las clases semanales ya acabadas en cualquier caso.

 

También en ‘Josesúbete’

Paul, John, George, Ringo, Pirri, los bancos en la plaza y alguna pelota para el fútbol, armas de ficción inmateriales, correr y la dola, el escondite y el agua de las fuentes, el césped que no se puede pisar, lamangariegaqueaquínollega, Antonio, Bayo, Jose, Alberto, Juli, Oli, las primeras chicas y los autobuses de la Adeva, el parque de la Arganzuela, el Matadero, el bar Ortego y las bodegas San Juan y el kiosco de Maricarmen, Robin Hood, Dick Turpin, Zagor, las películas de El Zorro, la Túnica Sagrada, el cine América o el cine Montecarlo o el Imperial y las pelis de Disney, las vitolas de los puros de mi padre y los ceniceros de cristal forrados en fieltro rojo, la laca de mi madre y la peluquería de Maruja en mi portal y la de Dolores la andaluza en Suances, en el balcón sobre el mar Cantábrico, la Pepi y su huevería y los helados Camy, las mesas de mármol y el golpe de las fichas de dominó, mis abuelos Ricardo e Isabel, Villaverde Bajo, mi tío Antonio y mis hermanos Richard y Maite, la señorita María Teresa y mis tíos de Suances y de Villaverde, las pelis de Hitchcock en la tele y Cannon y Manix y los libros del cole y las aulas del cole y los compis del cole y Doña Maricarmen y Don Ángel y Don Francisco y el bar Goype junto a la iglesia y la plaza del Pilón y Pepe fumando a escondidas y el bote bolero y los talleres Juliá y las vallas, la calle Guillermo de Osma, la plaza de la Beata María Ana de Jesús, la estación del Norte y viajar en literas de noche y llegar a lo que llamábamos Santander y al frescor y las siestas y escuchar la radio, Mortadelo y Filemón, el Din Dan, el Tío Vivo, Joyas Literarias Juveniles y el capitán Nemo, el cinema Suances y el cine Alix, la modista amiga de mi madre y la otra Pepi y su hija…

 

 

Vuelve a tener mucho papel en 2020, todavía

Caminas una mañana de otoño madrileño por las calles de tu barrio, un breve paseo sin ruta definida: un paseo auténtico, uno de esos ejercicios que tan saludables resultan en los que nos dejamos ir libremente sin las obligaciones que la necesidad dispone para nosotros. Vas con las manos en los bolsillos, presagiando un frío que a ellas no les molesta en realidad. Y esas aceras que son las de tu infancia se convierten para ti, de nuevo, en aquellos días cada vez más antiguos, más lejanos, más olvidados, más imaginados, más literarios, cinematográficos, aquel tiempo moribundo pero alegre que te saluda a menudo desprovisto de nostalgia inútil. Son el tiempo que fueron y a la vez este presente indudable, el de las mascarillas y el no saber continuamente qué es lo peor ni cómo será el inmediato futuro agujereado. Tu barrio, en esta mañana soleada, luce hoy como suele, urbano y villano a la vez, como un pueblo inscrito en el interior de una ciudad europea descomunal. Tu barrio.

La realidad no sabe serlo del todo, por eso escribimos, pintamos, cantamos, inventamos personas que ya existían y peinamos un poco a seres humanos incapaces de ser verdad para que aparenten vivir en nuestra imaginación de terrícolas competentes. Por eso escribo ahora mismo que en ese paseo tuyo por tu barrio, de repente, ves a tu amigo Pepe en la otra acera del paseo de la Chopera, la de la tapia que bordea ese Matadero renacido y espléndido ya sin muerte. Y él te ve a ti, también. Os reconocéis a cierta distancia, pese a la mascarilla que cada uno lleva obligatoriamente para evitar correr el riesgo de enfermar y evitárselo a otros. Las mascarillas de este año 2020. El miedo y la ignorancia y la abominable presencia del porvenir triturado. No sabéis saludaros, ni cómo poneros para hablaros. Pero no importa, la conversación, los saludos y los buenos deseos se amontonan en ese minuto en el que has vuelto a recordar de dónde vinieron prácticamente todos los mejores momentos de tu vida: llegaron de las personas a las que de verdad has querido desde que aprendiste a amar, a sentir, a defenderte del burdo egoísmo adolescente del lobo.

 

 

Y es nuevamente uno de los nuestros en ‘Sacristía’

En la sacristía, a aquella hora, estábamos nosotros solos. En la misma entrada, sentados en el suelo. Con nuestras cosas de tener quince años cumplidos, o casi. Afuera había gente, la gente mayor, haciendo una constitución, pero a nosotros nos bastaba con aprender a hacer reír y contarnos películas. También sabíamos esperar a los bailes del fin de semana en La Cuadra, al otro lado de la sacristía, ya casi fuera del borde de la iglesia. El Chispi salía de vez en cuando a hacer como que nos regañaba. A veces también nos contaba cosas de cuando la Guerra Civil que no entendíamos. Cosas que se iban quedando ahí, esperando a nuestras ganas de trauma. Y memoria. Los uachepé. Los hachepé. No sabíamos de que nos hablaba. (Ahora sí).

El Pelos, Manolo, Antonio… Jose, Juli, las chicas. Yo. Yo, mi-me-con-ellos. Nada de destruir la sociedad, nada de discotecas en ruinas ni de bailar hasta morir. Joe Crepúsculo igual ni siquiera había nacido aún.

Pero entiéndeme a lo que te voy, que diría Pepe… Pepe, que se me había olvidado. Bueno, no. También estarían Alberto y Bayo, pongamos. Y Teje.

 

José López Fernández, de mi edad. Me saca unos días.

PEPE, In memoriam

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