La breve enciclopedia de la infancia de Emilio Gavilanes
La editorial Castalia publicó en 2014 un libro del escritor español Emilio Gavilanes titulado Breve enciclopedia de la infancia, cuyo interés literario es enorme, dada su evidente calidad, pero que además presenta de alguna manera un fresco conmovedor e intenso de un tiempo reciente que es pura historia del presente, un tiempo perfectamente identificable para cuantos hayan vivido aquellos años del llamado tardofranquismo y muy útil para quienes simplemente (nada más y nada menos) quieran conocerlos. Una época en la que los ecos de la Guerra Civil llegaban inevitablemente al mundo de la infancia, porque aquel conflicto embadurnó todo durante décadas.
Selección
de fragmentos de Breve enciclopedia de la infancia
anatomía. El
barrio era una de las puntas por las que Madrid se internaba en el campo. Un
campo en el que se decía que había habido grandes cultivos de cereal, pero de
los que solo alcanzamos a conocer unos retales enanos de los que no habrían
salido ni tres barras de pan. Una extensión ondulada de arena, en la que solo
crecían gramíneas silvestres, cardos, margaritas, amapolas, jamargos, una
vegetación que rara vez superaba el medio metro de altura. Un campo que en
primavera, cuando avanzabas por él, pisando las hierbas que acababan de brotar,
ascendía del suelo un aroma que nos emborrachaba, que a mediados de junio había
perdido toda su policromía y se había transformado en un yermo desolado, y del
que en julio y en agosto llegaba un zumbido como de cable de alta tensión, como
si el silencio hiciese ruido. En esa época parecía que el barrio estaba
levantado en medio del desierto.
Se decía que allí
estaban los pozos de cabecera de la red subterránea de captación de agua que
había abastecido el centro de Madrid y que los árabes habían perforado hacía
más de ochocientos años.
Todas las casas eran
iguales, bloques sólidos, ordinarios, prismas sin gracia, más que sencillos,
simples, como dibujados por un niño. Todos de cuatro pisos, de un ladrillo rojo
pobretón.
Allí acababa la ciudad.
El costado del barrio que pegaba con el campo lo formaba una calle que estaba
sin pavimentar. Una calle sin calle. Separado de la última acera había un
bordillo de granito que parecía la línea que señalaba dónde empezaba el Campo.
Todas las otras calles
eran perpendiculares a esta. Si te ponías en el otro extremo de cualquiera de
ellas y mirabas al fondo, veías el resplandor del Campo, aquella superficie
pelada, sin ningún atractivo, mísera. Nuestro Paraíso.
ancestral. Al
principio no había buzones y el cartero gritaba desde el portal los nombres de
los que tenían carta y cada uno tenía que bajar a recogerla.
La basura la recogía un
carro tirado por un caballo viejo. Todas las mujeres salían con su cubo y lo
volcaban en el carro, sobre el que siempre había una nube oscura que zumbaba.
Recuerdo la mirada triste del caballo, el último caballo que pasó por aquellas
calles.
La única calefacción que
había eran los braseros. Por las mañanas, delante de todos los portales había
filas de braseros esperando que las brasas dejaran de humear. Para que el
proceso fuese más rápido, las mujeres los abanicaban con un trozo de cartón.
Cuando acababan, cogían la badila y cubrían el montón de brasas con ceniza,
blanca. Regresaban a su infancia, cuando hacían tartas con la arena.
apenas. Un
día de invierno, en clase de dibujo, Sonsierra, un muchacho inocente, cándido,
sin malicia, puro, dijo que tenía frío. Bueno, no que tenía frío, sino que en
clase hacía frío. Exactamente dijo que hacía tanto frío que no podía controlar
el temblor y que por tanto no podía seguir dibujando. Don Fidel trató de
convencerle de que no era frío. “Eso es que estás enfermo”, le dijo. “A ver si
vas a tener fiebre.” Y le tocó la frente, una frente blanca, que incluso desde
la distancia se veía que estaba helada. “Pues fiebre, no. Pero puede que estés
incubando algo.”
Cuando se estaba
produciendo este diálogo, pasó por el pasillo el director, que a través de los
cristales advirtió alguna anomalía. Entró y preguntó, completamente tranquilo
–lo que era bastante alarmante- qué ocurría. Entonces Sonsierra, como en una
escena de Oliver Twist, se levantó con el abrigo puesto –todos llevábamos el
abrigo puesto en clase-, y abrazándose para sujetar los temblores, dijo: “Tengo
frío”.
El guantazo le debió de
activar la circulación, por lo menos de un lado de la cara, porque al momento
lo tenía rojo. Eso sí, no dejó de tiritar.
El director se puso
furioso. “¡Aquí no hace frío!”, gritaba y al hablar exhalaba vaho. “Quitaos los
abrigos”, ordenó. Se veía venir.
Cuando se fue el
director, todos miramos con rencor al bobo de Sonsierra, que por el color ahora
sí parecía tener fiebre. Todos nos preguntábamos lo mismo: ¿Pero es que este
anormal hasta hoy nunca había pasado frío? ¿Es que los trazos de los dibujos le
salían rectos, sin temblores? ¡Igual ni tiene sabañones!
Junto a la mesa del
profesor había una estufa con un cable muy corto de la que solo veíamos la
parte de atrás (ningún profesor la giraba ni unas décimas de grado hacia
nosotros), y que creaba a su alrededor un microclima cálido, habitable. Aquel
espacio minúsculo siempre estaba ocupado por chicos que iban a consultar algo al
profesor.
Los más dignos, los
vagos más profesionales, no se rebajaban, y permanecían estoicamente en sus
puestos, al final de la clase, donde estaban las ventanas, que como no
ajustaban bien dejaban pasar el aire que recorría la calle, desierta, helada,
un aire que parecía entrar buscando refugio de sí mismo.
El aire que entraba por
las rendijas de la ventana avanzaba por el suelo de la clase, como una
serpiente de frío, entre un bosque de piernas, en busca de la estufa. Allí se
calentaba y ascendía en una columna hasta el techo, donde se volvía a enfriar y
caía desparramándose en todas direcciones, como las ramas de una palmera. A
veces soplábamos polvo de tiza encima de la estufa y la forma de esa corriente
de aire se hacía visible y eso nos daba una absurda alegría y nos consolaba del
frío que pasábamos.
arder. Muchas
tardes, mientras hacíamos los deberes, se iba la luz. Entonces toda nuestra
atención se desviaba hacia la vela. La respiración, incluso el leve movimiento
de la mano al escribir, podía hacer temblar la llama. A nuestra espalda
nuestras propias sombras gesticulaban sin ruido, como silenciosos gigantes a
punto de dejarse caer sobre nosotros.
La vela era como un imán
para los ojos. No tardabas en abandonar los deberes y en ponerte a pasar un
dedo a través de la llama, a soplarla sin llegar a apagarla, a mirar cómo
resbalaban las transparentes gotas de cera derretida, que al enfriarse se
volvían blancas…
El momento más
misterioso era cuando volvía la luz. La vela dejaba de estar en el centro. De
pronto estaba en un sitio cualquiera. Su luz se volvía invisible. Aunque seguía
encendida, parecía apagada.
arrugas. (…)
-Me llamo Aníbal. Vosotros no sabéis que aquí, donde jugáis, han ocurrido
hechos terribles.
El humo de la pipa que
fumaba a veces le ocultaba la cara.
-Cuando acabó la Guerra,
los pocos supervivientes que quedaban de mi compañía nos hicimos maquis. O sea,
nos quedamos en el monte, en este mismo monte. Y buscamos refugio en el bosque.
Entre las separaciones
de las ramas que formaban las paredes de la cabaña en la que estábamos se veía
el resplandor del sol que caía implacable sobre el suelo seco, abrasado. Él se
dio cuenta de dónde mirábamos.
-No creéis que todo esto
era un bosque. Por aquí, donde estamos sentados, corría un arroyo y todo esto
estaba lleno de animales.
-¿Había indios?
-preguntó Tanque, con toda su seriedad.
-Había enemigos. Por
todas partes. Constantemente teníamos que cambiar de sitio. Nos pasábamos los
días andando. Estábamos hambrientos, agotados. Muchos estaban enfermos. Lo peor
era el frío de las noches. Había un muchacho gallego, al que al principio de la
Guerra habían matado a toda la familia, un chico muy listo, uno de los pocos
que sabían leer, valiente, que había perdido una mano en un ataque, y que
llevaba enfermo desde un poco antes de acabar la Guerra. Al pobre chico por las
noches le subía la fiebre y se ponía a temblar y a delirar. Una noche le
castañeteaban los dientes con tal fuerza que temimos que el ruido nos delatase.
Entonces le tapé con mi manta y me tumbé junto a él para darle calor. Poco a
poco se le fueron pasando los temblores y al final se quedó dormido. Y así nos
encontraron por la mañana. Los indios -dijo mirando a Tanque-. Estábamos tan
cansados que no los oímos llegar. Solo nos dimos cuenta cuando nos quitaron las
mantas que nos cubrían. “Mira estos dos”, dijo uno de ellos. “Encima
maricones.” Y se echaron a reír. El chico que tanto había sufrido en la Guerra,
un mocetón que tenía el cuerpo lleno de heridas, que nunca había retrocedido en
un avance, que después de pasar toda una noche temblando por la fiebre era
capaz de andar un día entero, al que habían matado padre, madre y dos hermanas,
por aquella insignificancia se derrumbó el pobre. Aquella ridícula acusación le
hizo trastornarse.
El viejo se quedó
callado, con la vista fija en un punto del suelo, como si estuviese viendo sus
recuerdos.
-¿Quieres agua? -le
ofreció Saúl la cantimplora.
Entonces todos vimos que
al extender los brazos, de las dos mangas de la chaqueta solo salía una mano.
atender. Había tres tiendas de ultramarinos. La del Rubio era la más sucia y la que encerraba la mayor sorpresa.
En la de Pedro la
penumbra envolvía todos los artículos en una atmósfera de misterio. Embutido,
legumbres, caramelos, conservas, encurtidos, hierbas, especias… Todo olía a
viaje. El sitio era perfecto, pero Pedro era un gordo olvidable. Tenía los
labios morados y le olía el aliento. En su tienda había dos artilugios
fascinantes y muchas veces nos inventábamos cualquier excusa para entrar a
verlos. Uno era la guillotina de cortar el bacalao, una especie de navaja
enorme que transformaba los informes y resecos bacalaos en cuadrados perfectos,
limpios. El otro era la expendedora de aceite, una brillante columna de vidrio
por la que el verde, espeso líquido subía y bajaba accionado por palancas y
pistones, y que le daba a la tienda un aire de laboratorio.
La otra tienda era muy
vulgar, corriente, una convencional tienda moderna, que solo tenía interesante
un viejo rótulo en el que ponía Coloniales. Pero el dueño era un personaje
inolvidable, un tipo que todo lo que decía era imprevisible, que se pasaba la
vida emitiendo compulsiva e inesperadamente exclamaciones absurdas, sin
relación con el momento, ni con quienes le acompañaban, como si alguien hablase
a través de él, mero tubo vacío por el que pasaban las palabras. “Así no habrá
paz”, decía súbitamente en un momento de calma, nadie sabía por qué, tal vez ni
él. O: “Tocino marciano, lo mejor para el verano”, intervenciones que dejaban
sin capacidad de réplica. También en los momentos de más expansión de la
clientela, cuando todos hablaban más animadamente, podía interrumpir con un
desconcertante “Madre mía, qué melancolía”.
La tienda de Pedro tenía
una campanilla en la puerta. En el momento en que sonaba, entraban de fuera los
gritos de los gorriones y salía a la calle el aroma del pimentón.
desquiciar. Había dos puntos en los que podíamos conseguir tebeos. Uno era el
puesto de Pedro, una caseta de madera pintada de verde con aspecto de
confesonario al aire libre. Pedro era un señor inexpresivo, del que solo se
veía la cabeza. Tenía algo de esfinge. Algunas veces lo veíamos fuera del
puesto y, con cuerpo, era irreconocible. Lo más inesperado es que era cojo. Muy
cojo. Al caminar se inclinaba tan violentamente a un lado que no podías creer
que aquel pobre diablo fuese el mismo que el rey que gobernaba el imperio de
nuestros deseos. Como el puesto no tenía cristales, todo el género quedaba
fuera de la vista y siempre tenías la falsa impresión de que nunca iba a tener
nada. Pero, le pidieses lo que le pidieses, él se ponía a rebuscar por allí
dentro y lo acababa sacando, con toda naturalidad. Los tebeos que vendía y que
cambiaba Pedro tenían una cosa buena y una mala. La buena es que eran muy
baratos. La mala es que estaban destrozados. Destruidos. Habían pasado por más
manos que las cartas de una baraja. De hecho, olían como las barajas. Estaban
sucios, arrugados, incluso húmedos.
El otro sitio era el
puesto de un señor antipático que no sabíamos cómo se llamaba. Todo lo que nos
interesaba de él es que una vez se había intentado suicidar, lo que en nuestra
colección de noticias raras era una de las favoritas, aunque, la verdad, no se
le notaba nada. No tenía cicatrices, ni heridas, ni cara de haber visto a la
muerte. Ponía los tebeos sobre un tablero, perfectamente apilados en unos
montones impecables, geométricos, de aristas nítidas, casi cortantes. Tenía
tebeos para vender y tebeos para cambiar. Cambiar era mucho más barato. Pero
para acceder al cambio, le tenías que llevar tebeos nuevos. Si estaban
doblados, o sucios, o arrugados, no te los cambiaba. Era implacable. Muchas
veces, cuando le llevabas un tebeo para cambiar, lo examinaba meticulosamente y
concluía:
-Está muy despatarrado.
El tablero lo ponía en
un rincón en sombra, sin árboles encima, para que los gorriones no se lo
cagaran.
emerger. Veíamos
pasar un rebaño por el Campo o nos asomábamos a la verja del huerto de las
monjas, y nos quedábamos mirando, por alguna razón que no entendíamos, los
corderos, los tomates, las patatas, las cebollas, los pimientos, las judías,
las lechugas, los nabos, las zanahorias, los repollos… Nuestros antepasados,
muchas generaciones de campesinos, se volvían a asomar al mundo, a través de
nuestros ojos.
miedo. Un
día en que Aníbal nos acompañó en una excursión a la Caseta Blanca, pasamos por
unas trincheras de la Guerra Civil que eran muy hondas, pues el agua y el
viento aún no habían conseguido rellenarlas de sedimentos. Aníbal las examinó
un rato desde el borde y después saltó dentro con una agilidad impropia de sus
años. Las recorrió en silencio, ligeramente agachado, como si aún hubiese
disparos. “Venid”, dijo con un aire misterioso, y todos saltamos junto a él,
intrigados. Siempre que nos metíamos en las trincheras teníamos la sensación de
que debajo de aquel suelo que pisábamos estaban los cuerpos de los soldados
caídos. “Escuchad” y apuntó con un dedo hacia arriba y alrededor. Se oía una
mezcla de grillos, de cigarras, de crujido de hierbas secas… El zumbido del
verano. “Aún resuenan los ecos de la Guerra”, dijo en un susurro para no hacer
ruido. Escuchaba con mucha atención y sonreía, como si efectivamente
consiguiese oír algo.
Estábamos tan
sugestionados que en medio de aquella soledad acabamos oyendo explosiones,
ráfagas de ametralladora, sonidos que parecían venir del pasado. Quizá solo
eran los latidos de nuestro corazón.
Pasaron unos pájaros por
encima y nos parecieron balas.
ESTOS TEXTOS aparecieron anteriormente en la revista
que yo dirigía. En su momento escribí esto:
Anatomía de la Historia agradece a Castalia que nos
permita mostrar a nuestros lectores los fragmentos que el mismo autor ha
escogido a tal fin.
Anatomía de la Historia
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