Ese tal González


Tras la aprobación de la Constitución de 1978 y la disolución de las nuevas Cortes democráticas hubo nuevas elecciones que en esa ocasión implicaron la democratización del poder local. Estos avances estuvieron marcados por intensos conflictos en el partido del Gobierno (Unión de Centro Democrático, UCD), una oleada de conflictividad laboral sin precedentes, la violencia política (terrorismo), la crisis económica, el desordenado proceso autonómico y la amenaza golpista. Pese a que llegó el desencanto, una vez pasada la primera epidemia general, los ciudadanos se agarraron a la esperanza y, por ello, en 1982, el día 28 de octubre, triunfó el cambio. La Transición había acabado, y desde entonces, como reconocería Felipe González, las tareas de Gobierno serán las propias de una democracia no de una transición.

Nombrar a las principales personalidades del consenso de la Transición es un ejercicio interminable y estéril. Pero no es imposible seleccionar a los más distinguidos, aquellos que personifican la causa del éxito del proceso de cambio, junto al desarrollo al que había llegado España y a la evolución de las mentalidades de los españoles, que nos situaba casi a la misma altura de cultura democrática que a otros europeos más duchos en su práctica.

Sin caer en la exageración de identificar a la Transición con él, lo cierto es que pocos historiadores que se hayan acercado rigurosamente a este periodo han renunciado a considerar a Adolfo Suárez, nacido en 1932, el más relevante protagonista de la misma. Algunos han llegado a afirmar que la Transición fue de alguna manera su obra. Y el historiador Fernando García de Cortázar dejó escrito que Suárez fue “el verdadero artífice de la transición de una dictadura extenuada a una democracia entusiasta”. El otro ineludible protagonista esencial de la Transición es el rey Juan Carlos I (nacido en 1938), quien protagonizó “como galvanizador y figura emblemática” el periodo.

Los demás protagonistas más relevantes de la Transición son tres, fueron tres: el principal dirigente de los comunistas y el líder del PSOE, Santiago Carrillo (nacido en 1915) y Felipe González (nacido en 1942), y un hombre del régimen, ex ministro y representante señero del conservadurismo dispuesto a salirse de los prietos muros del búnker y liderar a quienes no tenían otra opción que admitir el advenimiento de la democracia, Manuel Fraga (nacido en 1922).

De manera que, el día que falleció el dictador, quienes habrían de ser los principales personajes del proceso transicional tenían entre 33 y 60 años de edad: 33 el más joven, González; 60 el más viejo, Carrillo; en tanto que el rey y Suárez habían cumplido respectivamente 37 y 43 años, y Fraga estaba a punto de hacer los 53.


Retrocedamos brevemente a 1977. Si algo era el PSOE, con sus ya 75.000 miembros, a los ojos de los españoles cuando la convocatoria electoral de mediados de aquel año, ese algo era sobre todo su líder, el sevillano Felipe González. Legalizado el partido desde febrero, su máximo dirigente consiguió presentarse como la única alternativa a Suárez, por encima de la cordial moderación del PCE de Carrillo que había logrado desembarazarse del exorcismo diabólico con que el franquismo le había pintado incluso ante muchos que bien podrían identificarse con sus posturas conciliadoras ya tan antiguas. Empezaba a ser el PSOE, en definitiva, en aquel junio de 1977, un partido moderado que no renunciaba a las reivindicaciones sociales propias de la situación que vivía el país −pero rehuyendo explícitamente de lo doctrinario de los maximalismos socialistas, de su “extremismo infantil”, en palabras del historiador Ricardo García Cárcel, durante el inicio de la Transición− y dotado de un decidido proyecto político basado en el asentamiento de la democracia por medio de lo que muchos historiadores han llamado un “cambio tranquilo”, para el que los socialistas habían logrado acumular una extraordinaria cantidad de legitimidad democrática.

 

“Cuando la democracia rompió aguas apareció la figura de Felipe González, con la chaqueta de pana al hombro, las patillas largas, fumando un puro. ‘Mira, Adolfo, este es tu adversario –le dijo la mujer rubia−. Fíjate bien en su pinta de macho del sur, con la nariz pellizcada hacia arriba y el morro inflamado, la ceja espesa, el antebrazo peludo, la nobleza en la mirada y esa forma de hablar según la escuela andaluza, que utiliza un tono medio para decir verdades suaves a medias, en la que se entiende todo y no se entiende nada, con una melodía pegadiza de una canción de verano’. ‘¿Qué puedo hacer? También tengo yo la mandíbula cuadrada’, exclamó Adolfo. ‘No puedes hacer nada’, le dijo la mujer rubia.

MANUEL VICENT: El azar de la mujer rubia, 2013.

 

[Estos textos han sido seleccionados entre algunos de los que integraron mi libro de 2015 publicado por Sílex titulado La Transición]

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