Hoy, 20 de octubre, se cumplen años de la declaración que anunció en 2011 el “cese definitivo de la actividad armada de ETA”, según la peculiar terminología que utilizó aquel día el portavoz de la banda, bajo cuya capucha se escondía, probablemente, David Pla, dirigente de esta organización, detenido por la policía en el sur de Francia el 22 de septiembre de 2015.
Aquel comunicado ponía fin a cuatro décadas de terrorismo en el País Vasco. La noticia fue acogida con un enorme alivio, sobre
todo entre quienes han vivido durante todos estos años en el punto de mira
de ETA. Sin embargo, las víctimas han
expresado su temor por una cuestión que tiene que ver precisamente con la memoria que
quedará en un futuro de este fenómeno dentro de la sociedad vasca.
Quien ha expresado de una manera más descarnada esta incertidumbre ha sido Begoña Elorza, la madre de Jorge Díez, el ertzaina asesinado en febrero de 2000 junto con el dirigente socialista Fernando Buesa, al que protegía. Ante el pequeño memorial levantado en recuerdo de ambos, en el mismo lugar donde ETA acabó con sus vidas en un terrible atentado, esta valerosa mujer clamó:
“¿Quién
escribirá la historia? ¿Dejaremos que sean quienes mataron a Jorge los que la
escriban?”
Los interrogantes eran algo más, mucho más, que el
lamento desesperado de una madre que tuvo que enterrar a su hijo asesinado.
Pusieron el dedo en una llaga que cuatro años después del anuncio del final de
ETA sigue abierta.
La construcción
de un nuevo relato histórico
El nacionalismo
radical vasco ha basado
gran parte de su estrategia de legitimación en sostener la existencia de un
supuesto conflicto político entre España y Euskal Herria,
que vendría a justificar la irrupción de ETA a finales de la década de los años
cincuenta del siglo XX y la extensión de su “actividad armada” hasta 2011. Para
ello ha elaborado un relato
histórico que aparece
marcado por toda una serie de fechas simbólicas, de agravios y persecuciones,
donde el Pueblo Vasco adquiere la figura de un sujeto
doliente y martirizado, objeto de un verdadero genocidio por parte de una
España despiadada y opresora. El entramado memorialista que ha ido urdiendo
durante todos estos años, apoyado por una potente maquinaria editorial y
propagandística, no ha reparado en gastos ni en esfuerzos en esta operación
porque sabe lo que se juega en ello, especialmente tras la derrota de ETA. Con
este objetivo ha puesto en marcha diferentes plataformas y proyectos dedicados
a ensalzar la memoria de los
victimarios, presentándolos como
los continuadores de una lucha inmemorial contra la opresión española.
Sin embargo, este relato sesgado y victimista, insostenible desde el punto de vista histórico,
contiene una carga tan militante y agresiva que solo es aceptada sin matices
por los sectores más irreductibles de la izquierda abertzale,
aquellos que se dedicaron durante décadas a ensalzar o justificar el terrorismo. Junto a esta versión resistente, agónica y
militarista, durante los últimos años se ha ido abriendo paso un nuevo relato sobre
nuestro reciente pasado mucho más digerible y aceptable para un amplio sector
de la sociedad vasca, especialmente para el nacionalismo moderado y ciertos
espacios de la izquierda.
El nuevo relato ha sido difundido con gran éxito desde
un ámbito que ha venido trabajando, a su modo, durante tres décadas en la
resolución del citado conflicto político. Nos referimos a un espacio concreto
que se fue perfilando entre el mundo radical y los partidos democráticos en torno
a la Coordinadora Lurraldea a principios de los años noventa del siglo XX.
Aquel colectivo, impulsado entre otros por Jonan Fernández,
concejal de Tolosa por Herri Batasuna entre 1987 y 1991, reunió a diferentes
grupos y sensibilidades contrarias al trazado de la autovía de Leizarán entre las localidades de Irurzun (Navarra) y Andoáin (Gipuzkoa),
uno de los capítulos más lamentables, y fueron muchos, de cuantos se vivieron a
lo largo de la siniestra historia del terrorismo en el País Vasco. La entrada
en escena de ETA en un conflicto de carácter medioambiental, como ya ocurriera
años antes en el caso de la central nuclear de Lemóniz, cambió radicalmente las
cosas. La organización terrorista instrumentalizó las reivindicaciones
ecologistas y desplegó una campaña de atentados y extorsiones dirigida a
paralizar las obras de la autovía. Los ataques terminaron con la vida de cuatro
personas y generaron enormes pérdidas económicas.
El pulso entre las instituciones democráticas que
apoyaban el trazado original de la obra y el terrorismo de ETA concluyó
finalmente con un acuerdo entre el PNV y el PSE, aceptando un cambio en el
recorrido de la autovía. El episodio dejó algunas importantes enseñanzas y unas
cuantas estampas para la posteridad. La imagen de los líderes de Herri Batasuna en
la primera plana del periódico Egin, brindando con champán
tras conseguir forzar el trazado de aquella obra tuvo algo de teatral, pero
dejó claro que la violencia, de nuevo, más allá de valoraciones morales, servía para algo.
Había servido en su momento para forzar la paralización de Lemóniz y demostró de nuevo su utilidad diez años más tarde
para conseguir un cambio en el trazado de
la autovía de Leizarán. En el
lado contrario la imagen del acuerdo entre los dos partidos democráticos más
importantes, arrodillados ante ETA, constituyó todo un mazazo para la
credibilidad de las instituciones.
Pero la organización terrorista y la izquierda
abertzale no fueron los únicos vencedores. De aquella operación salió
fortalecido un discurso y una práctica, la defendida por Lurraldea, donde
la negociación entre dos bandos enfrentados ensayada en la autovía se erigió
como una fórmula, la más idónea y ventajosa, para solucionar el verdadero
problema de fondo, “el
conflicto vasco”, es
decir, una negociación
política entre ETA y el Estado donde
no hubiera “vencedores ni vencidos”. El paradigma de lo que más tarde sería el
denominado Proceso de Paz. Sin embargo, en la
comparecencia pública que hizo la coordinadora tras la inauguración sus
portavoces no pudieron reprimir una declaración que dejaba en evidencia su
carácter supuestamente mediador, para situarse al lado de uno de los bandos en
conflicto, siguiendo su propia terminología: “Si defiendes tu tierra y luchas,
siempre ganas”. Y ganaron.
En pocos meses aquella coordinadora se transformó
en Elkarri y lo hizo precisamente animada por la coalición
Herri Batasuna, que vio las enormes posibilidades que podía tener la fórmula en
un posible final negociado de ETA, donde la banda y su brazo político podría
obtener, como ya lo habían hecho en el caso de la autovía, unos importantes
réditos políticos. Elkarri, la nueva plataforma, se presentó como
un “movimiento social por el diálogo y el acuerdo en Euskal Herria“, en
ningún caso como un movimiento pacifista. Por ello nunca resultó extraño que
durante sus primeros años evitase
incluir el término terrorismo en
sus documentos y manifestaciones para referirse a los actos cometidos por ETA,
ni reparase en las víctimas de la violencia.
Elkarri siempre tuvo sumo cuidado con las palabras que
utilizaba. Debía circular por una senda angosta y complicada. En 1995, tras un
atentado mortal de ETA llegaría a afirmar:
“no
la definimos como terrorista [en referencia a esta organización, a
ETA]. El lenguaje tiene cierta importancia, y ciertos calificativos no
tienen mucha utilidad con vistas a una solución. […] Las
palabras son lo que significan en el diccionario y la carga que les acompaña.”
Es decir, se trataba de utilizar un vocabulario que no
incomodase a una de las partes, y más en concreto a la que empuñaba
ilegítimamente las armas en nombre del Pueblo Vasco, para “evitar que el
conflicto se bloquease aún más” (sic). Aquella neolengua que
comenzaba a utilizar Elkarri, que evitaba los sustantivos y algunos adjetivos,
que apelaba a nuevas perífrasis
ideológicas y verbales,
comenzaba a dar sus primeros pasos con un objetivo claro: pavimentar la pista de aterrizaje de ETA en un futuro proceso de
negociación. Y ahí estaba la
apelación a la existencia de un “conflicto
político”, verdadera clave de
bóveda para sostener el relato histórico que se pretendía imponer.
Como ha recordado el historiador Fernando Molina,
hasta mediados de los años noventa se hablaba de problema vasco,
de cuestión vasca, de contencioso vasco,
pero no exactamente de conflicto. Fue en aquellos momentos
donde se acuñó y comenzó a popularizarse este término. Martín Alonso,
politólogo, filósofo y sociólogo, lo ha definido con exactitud.
“[La expresión
del “conflicto político”] en concreto trata de dar carta de
naturaleza a una instancia ficticia. Es decir, crear un constructo artificial
que encierra la idea del “conflicto”, insuflarle sustancia política y
constituirle en la realidad principal que define el ser vasco, como metonimia
del hecho nacional. Esta es la primera impostura: concebir atributos de
realidad política a un constructo que no resiste el análisis histórico.”
A juicio de Elkarri, el conflicto había llegado a
mediados de los años noventa a una situación de “empate infinito”,
donde ambos contendientes, ETA y el Estado (en igual plano de legitimidad, se
supone) habían demostrado la incapacidad para imponerse por la vía de las armas
sobre su oponente. Esta situación había desembocado en un empate técnico, en un
verdadero bloqueo que podría alargarse en el tiempo de forma indefinida. Al
acuñar este término aquel movimiento social contribuyó a reforzar la imagen de
ETA como una organización imbatible
por el Estado democrático, con
quien este último debía negociar para romper aquella situación y logar una paz
definitiva. La realidad terminaría por imponerse, demostrando lo insostenible
de aquel mito.
La pista de
aterrizaje del terrorismo
Pero entonces vivíamos aún a mediados de la década de
los años noventa. Según aparece reflejado en los propios boletines internos de
Elkarri, esta nueva organización había nacido para representar
un “tercer espacio, social y mayoritario, que ni aceptaba la violencia ni
compartía el inmovilismo”, es decir, el terrorismo de ETA y la posición de
firmeza del Estado que se negaba a aceptar la imposición de la banda. Para
garantizar el éxito de su difusión necesitaba un espejo en donde reflejarse,
una referencia internacional.
El propio Martín Alonso ha apuntado el importante
papel que jugó en todo este proceso la Cumbre de la paz de Camp David del año 2000, entre palestinos e israelíes como paradigma
fundamental del conflicto. El ejemplo de aquella conferencia no pasó
inadvertido al mundo nacionalista, y muy especialmente a Elkarri, cuyo
máximo representante se preguntaba angustiado “¿Por qué nosotros no tenemos un Camp David?”. Al ejemplo se uniría el más cercano caso irlandés y
los acuerdos
de Viernes Santo de 1998,
otro espejo que siempre ha constituido un referente dentro de esta narrativa.
Con estos mimbres se fue trenzando un nuevo relato donde
el vocabulario tendría una importancia singular y donde todos estos conceptos
irían cumpliendo a la perfección con el cometido asignado, como quedaría
claramente de manifiesto en el texto del Pacto de Lizarra,
firmado en 1998 por las fuerzas nacionalistas. La ruptura de la tregua por
parte de ETA en el año 2000 hizo saltar por los aires aquel acuerdo
soberanista. Sin embargo aquella experiencia dejó algunas enseñanzas para
quienes formaron parte de la iniciativa. La solución al “conflicto vasco” debía
adoptar una nueva estrategia y ello requería de mucha cocina interna, de una
mejora de la “gramática del
conflicto” y, sobre todo,
como en el caso del Plan
del Lehendakari Ibarretxe, de
una nueva “hoja de ruta”, otro concepto que remitía sin ningún rubor al
conflicto entre palestinos e israelíes, donde la internacionalización del
proceso se hacía imprescindible.
Para entonces Elkarri había obtenido algunos éxitos
políticos significativos, gracias al apoyo institucional y mediático que
recibió durante aquellos años a partir de la celebración de varias Conferencias
de Paz que sirvieron como altavoz y escenario para difundir el diagnóstico del
problema y la solución que proponía. Gracias a ello y a su propia habilidad paradiplómática, urdida
a través de una tupida red de contactos, como los establecidos con la Fundación Carter,
Elkarri consiguió un importante eco en ciertos foros internacionales.
En 2006 este movimiento tomó dos decisiones de
importante calado que marcarían definitivamente su historia. Necesitaba
reinventarse. Por un lado consideró cumplida su misión al haber “contribuido a
preparar un proceso de paz”. Para ello vio necesario dar carpetazo a su
denominación anterior y transformarse en una nueva entidad asociativa, Lokarri, encargada de desarrollar el citado proceso.
Según afirmaron en aquel momento, y así consta en su página oficial:
“Esta
doble decisión representa una apuesta decidida por hacer prevalecer el diálogo
frente a la decadencia, el proceso de paz frente a la descomposición del
conflicto” (sic).
La segunda decisión fue impulsar la puesta en marcha de
una fundación en el
Santuario de Aránzazu, uno de
los lugares más emblemáticos del País Vasco, que recibió un generoso apoyo de
la orden de los padres franciscanos. El nuevo nombre elegido para el invento se
denominó Baketik, un término surgido de los dos impulsos
que animarían la fundación: Bakea (‘Paz’) y Etika (‘Ética’). El objetivo principal de la fundación, según reza en
sus estatutos era “divulgar y promover el aprendizaje en la elaboración ética
de conflictos mediante la creación de un ‘centro por la paz’”.
El lugar elegido para el retiro y la reflexión de este complicado tema tuvo sin
duda su importancia, y fue allí probablemente donde comenzó a elaborarse la
columna vertebral de lo que más tarde sería conocido como el Plan de Paz y Convivencia.
El anuncio
del final del terrorismo por
parte de ETA no llegaría hasta octubre de 2011, tras unos años plagados de
frustraciones para la sociedad vasca, donde las diferentes treguas anunciadas
se vieron sistemáticamente rotas de forma sangrienta por esta organización. Fue
precisamente en aquellos últimos años cuando la memoria de las víctimas y la preocupación por el relato histórico de la
violencia se hicieron más presentes en el ámbito político y social.
El terrible crimen del joven concejal del PP de
Ermua, Miguel Ángel Blanco, cometido en julio de 1997, había removido las
conciencias de muchos ciudadanos. Las víctimas exigían verdad,
justicia y reparación por el daño sufrido y ello exigía también
una reconsideración sobre el lugar que éstas debían ocupar en la historia de
las últimas décadas, tras años de silencio y olvido. Las instituciones eran
cada vez más sensibles a estas demandas. La violencia tocaba a su fin y llegaba
el momento de impulsar unas políticas públicas que fuesen respetuosas con la
memoria de las víctimas y rigurosas con la verdad de lo ocurrido. No sería una
tarea fácil.
La llegada de los socialistas en 2009 a la presidencia
del Gobierno Vasco dio un notable espaldarazo a estas políticas, que habían
dado ya sus primeros pasos durante las legislaturas anteriores, gracias al
consenso de los partidos democráticos. El ejecutivo presidido por el
lehendakari Patxi López impulsó algunas iniciativas importantes, como el
desarrollo de un proyecto sobre un futuro Instituto de la Memoria y un acuerdo sobre un Memorial
de las Víctimas del Terrorismo,
dependiente en este caso del Gobierno español, a través de un acuerdo entre
ambos gabinetes. Al mismo tiempo promulgó en julio de 2012 un decreto para
conseguir el reconocimiento de las
víctimas de los abusos policiales cometidos entre 1960 y 1978. El discurso sobre la necesidad de un relato histórico riguroso y democrático pasó a ocupar un importante espacio dentro del
debate público, pero ello requería de una profunda revisión de un pasado incómodo,
sobre todo entre aquellos que habían sostenido la legitimidad de la violencia
como instrumento político. La situación tampoco resultaría cómoda para buena
parte de la sociedad vasca, que había tardado demasiado tiempo en reaccionar
contra el terrorismo.
En aquellos momentos ETA se encontraba en fase
terminal pero el tercer espacio no lo entendía así. El final de la organización
debía tener un delicado ritual de acompañamiento que diera sentido a la
definición del conflicto. Como ha afirmado Martín Alonso:
“Si
se aceptan las premisas del “conflicto” ETA no puede desaparecer, no puede ser
derrotada porque, de serlo, quedaría malparada la propia construcción sobre el
antagonismo irresoluble entre ETA, como representante del Pueblo Vasco, y el
Estado Español.”
O dicho de otra manera, el mito sobre el “empate
infinito” y la imbatibilidad de ETA quedarían en entredicho, y con ello, lo
innecesario de las iniciativas impulsadas por este tercer espacio como mediador
o facilitador de un acuerdo. Por ello Lokarri aceleró su actividad con el fin
de preparar un escenario capaz de visibilizar
el final de ETA, “sin vencedores ni vencidos”. La maniobra precisaba de una cuidada escenografía y
de una coreografía que acompañase al histórico momento. El primer paso consistió
en la creación de un Grupo
Internacional de Contacto (GIC) en
noviembre de 2010, promovido por el abogado sudafricano Brian Currin, que
ya había intervenido como mediador en los procesos de paz de Sudáfrica e
Irlanda.
El segundo paso consistió en la celebración de
una Conferencia
Internacional para promover la resolución del conflicto en el País Vasco, conocida como la Conferencia o la Cumbre
de Aiete. Por fin tendríamos nuestro Camp David, o algo que se le
pareciera, aunque fuese lejanamente. Descartada por razones obvias la
escenificación de una negociación entre ETA reducida a la mínima expresión y el
Estado, se trataba, al menos, de ofrecer un último servicio a la causa de la
resolución del “conflicto político” en forma de declaración pública e internacional; un acto cuasi litúrgico previo al cierre de un ejercicio de terror que había durado
cuatro décadas de violencia.
De nuevo se trataba de cuidar el lenguaje para
facilitar algo tan obvio como pactado: la declaración que cuatro días más
tarde, el 20 de octubre de 2011, haría ETA del “cese definitivo de su actividad armada”. Pero también se debía subrayar una cuestión sobre la
que este tercer espacio había insistido de forma machacona durante los últimos
años. El final de la violencia se habría producido como consecuencia de
un llamamiento de la
sociedad vasca, una cuestión sin
duda importante porque obviaba
la derrota de ETA a manos de un Estado democrático a partir de la acción judicial y policial (a la que
siempre se opuso el tercer espacio), para presentar el final de la violencia
como un último acto de generosidad y sensibilidad por parte de la organización
terrorista. De este modo la sociedad
vasca aparecía en el relato histórico que
se pretendía difundir como un sujeto
doliente que primero sufrió
el terrorismo –del mismo modo que años atrás había sufrido la Guerra Civil y la
represión franquista– y que finalmente, gracias a su valiente reacción, había
conseguido imponerse a él, una versión cuestionada por buena parte de los
historiadores que han tratado sobre este fenómeno. Se escamoteaba de este modo
las verdaderas razones del final del terrorismo, y al mismo tiempo se iba
asentando un relato autocomplaciente, donde la sociedad vasca aparecía como la
protagonista fundamental de su final.
El último hallazgo en esta gramática del conflicto que
acompaña el relato sobre lo sucedido a lo largo de estas últimas décadas en el
País Vasco lo constituye el “final
ordenado” de la violencia política,
es decir, una nueva escenificación que supondría el último capítulo, por ahora,
de esta historia. Para ello el tercer espacio, a instancias del abogado y
“mediador” Brian Currin, impulsó la creación de una Comisión Internacional de Verificación (GIV, en sus siglas en inglés) que trataría sobre los
aspectos técnicos del proceso de paz, es decir, el inventariado y sellado de las armas por parte de ETA. Las primeras intervenciones de esta Comisión,
supervisando la entrega de un impresionante arsenal de manos de dos
encapuchados, compuesto por dos pistolas, un fusil y dos granadas en una
habitación, con una reproducción del Gernika de Picasso
(expresión máxima del genocidio de Euskal Herria) y el anagrama de ETA sobre la
mesa, constituyó uno de los capítulos más rocambolescos y sonrojantes de cuantos
se han producido durante los últimos años.
Mientras tanto se habían producido algunas importantes
novedades en el terreno político. La victoria del PNV en las
elecciones autonómicas de octubre de 2012 abrió una nueva etapa que tendría un
importante reflejo en la orientación de las políticas públicas de la memoria.
Una de las novedades más importantes fue la formación de una Secretaría de Paz y Convivencia, un instrumento del que dependería en un futuro todo
lo relacionado con la memoria de las víctimas. Al frente de este organismo el
lehendakari Iñigo Urkullu situó a Jonan Fernández,
ex asesor de Ibarretxe y director de Baketik. Algunas de las
asociaciones más importantes de víctimas del terrorismo y varios partidos
políticos como el PP y UPyD se mostraron abiertamente contrarios a este
nombramiento, apelando, sobre todo, a su pasado como ex concejal de Herri
Batasuna y a su falta de sensibilidad y empatía con quienes habían sufrido las
consecuencias más directas de la violencia.
La novedad más importante de la Secretaría fue la
presentación de la propuesta del Plan
de Paz y Convivencia en
junio de 2013, una nueva hoja de ruta, otra más, diseñada para
desarrollar la política de pacificación y memoria sobre lo ocurrido, que debía
descansar sobre tres principios y objetivos fundamentales: el final definitivo
de la violencia, el reconocimiento del daño causado y, tercero, “hacer un sitio a la parte de verdad del otro” (sic), según las palabras del propio lehenkari
Urkullu, con un objetivo final, “conseguir el encuentro tras el desencuentro”.
El desarrollo del texto y la metodología que incluía respondía perfectamente a
la gramática del conflicto del tercer espacio que había difundido Elkarri desde
principios de los años noventa. La presentación del Plan en Bilbao constituyó
toda una declaración de intenciones sobre el constructo del relato histórico
que se iba a difundir a través de esta iniciativa. Las palabras del secretario
general de Paz y Convivencia fueron reveladoras:
“Durante
el proceso de Transición hacia la democracia, una de las cuatro familias
políticas de Euskadi quedó al margen del consenso que finamente se produjo
entonces. Transcurridas cuatro décadas de aquel momento histórico no podemos
permitirnos que se cometan los mismos errores y que de nuevo una de esas cuatro
familias políticas quede otra vez fuera del consenso”.
Las palabras transcritas aquí no son exactas porque
lamentablemente no quedaron reflejadas en ningún medio de prensa, pero quienes
asistimos al acto recordamos el contenido del discurso. La exposición olvidaba
que aquella familia política a la que se refería Jonan Fernández no quedó
excluida del proceso de la Transición ni del consenso político que la acompañó,
ni fue boicoteada por el resto de partidos políticos; muy al contrario, se
autoexcluyó voluntariamente y arremetió con todas sus fuerzas contra el régimen
democrático, deslegitimando las instituciones y justificando el terrorismo.
El Plan evitaba establecer un relato histórico claro,
concreto y riguroso sobre lo ocurrido. La historia era la gran ausente en el texto y había sido
sustituida por la memoria, un
concepto mucho más dúctil y maleable y sobre todo mucho más útil y fácil de
acomodar a una determinada situación. A partir de esa concepción instrumental
de la memoria el relato histórico que se está difundiendo en la actualidad
despoja a las víctimas, y especialmente a las del terrorismo, de su carácter
político para reducir su condición a la de víctimas de violaciones de derechos
humanos, sin que se precise en nombre de quien se cometieron aquellos actos,
qué proyectos políticos los inspiraron, quienes fueron los perpetradores y
quienes justificaron aquellas violaciones. De este modo, el discurso se ampara
en un paradigma tan respetable y consolidado como el de los derechos humanos,
juega como una suerte de justicia poética niveladora, para reducir a las
víctimas al ámbito de lo privado, del dolor que comparten con otras víctimas y
con otros fenómenos de violencia.
La importancia de
un relato histórico veraz y honesto
La preocupación por esta sesgada deriva memorialista que pretende arrinconar la historia y extender un relato acomodaticio y autocomplaciente de nuestro pasado más doloroso, fue una de las razones que llevaron al Instituto de Historia Social Valentín de Foronda de la UPV/EHU a una seria reflexión sobre esta cuestión. Este fue el origen del Informe Foronda. Los efectos del terrorismo en la sociedad vasca (Libros de la Catarata, 2015), un estudio centrado en los contextos históricos del terrorismo en el País Vasco y en la consideración social de las víctimas.
La investigación tiene un carácter académico, y ha
sido realizada por el historiador Raúl
López Romo bajo la
supervisión y asesoramiento de un grupo de expertos, profesores de la
universidad. A partir de la metodología propia de la investigación histórica el
informe va trazando un recorrido por los diferentes contextos históricos del
terrorismo surgido en la década de los años sesenta del siglo XX, analizando la
evolución y el impacto de este fenómeno y de las diferentes organizaciones que
actuaron en el País Vasco. La contundencia y frialdad de los datos no puede ser
más gráfica: el 92% de los
asesinatos políticos fueron cometidos por ETA y grupos de su entorno, mientras el 7% de este tipo de crímenes corresponde
a las bandas del terrorismo ultraderechista, incluidos los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL). La rotundidad de las cifras desmonta el intento por
establecer cualquier tipo de lectura tendente a fortalecer la versión del
conflicto entre dos bandos. El trabajo analiza también la respuesta que dio la
sociedad vasca al terrorismo a lo largo de cuatro décadas, subrayando la soledad de las víctimas y la escasa reacción que se produjo frente a
este fenómeno.
El Informe Foronda no aspira en
ningún caso a convertirse en la historia oficial sobre
el terrorismo en el País Vasco, ni pretende ostentar el carácter de ser el
relato histórico definitivo ni único sobre esta cuestión, como en algún momento
se llegó a afirmar. Tampoco estigmatiza a la sociedad vasca. Los historiadores
somos conscientes que la necesidad de que existan diferentes narrativas y
perspectivas sobre nuestro pasado más reciente. Lo que resulta menos admisible
es la pretensión de extender un relato autocomplaciente, y sobre todo escasamente
riguroso, que sirva para tranquilizar la conciencia de ciertos sectores de la
sociedad vasca. La narrativa sobre la
historia reciente del País
Vasco, y especialmente aquella que impulsan las instituciones democráticas a
través de sus políticas públicas de la memoria, debe ser respetuosa con las
víctimas, pero sobre todo tiene que ser valiente y veraz,
sin ocultar los aspectos más incómodos de nuestro pasado. En este sentido, el
Informe en cuestión solo constituye un punto de partida que
debe servir como referencia para futuras investigaciones sobre una historia que
sigue pesando como una losa en este país.
[Este
artículo fue publicado en Anatomía de la Historia, la revista digital
que yo dirigí, el 20 de octubre de 2015]
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