El incómodo pasado del País Vasco. Historia, memoria e imposturas; por José Antonio Pérez Pérez

Hoy, 20 de octubre, se cumplen años de la declaración que anunció en 2011 el “cese definitivo de la actividad armada de ETA”, según la peculiar terminología que utilizó aquel día el portavoz de la banda, bajo cuya capucha se escondía, probablemente, David Pla, dirigente de esta organización, detenido por la policía en el sur de Francia el 22 de septiembre de 2015.

Aquel comunicado ponía fin a cuatro décadas de terrorismo en el País Vasco. La noticia fue acogida con un enorme alivio, sobre todo entre quienes han vivido durante todos estos años en el punto de mira de ETA. Sin embargo, las víctimas han expresado su temor por una cuestión que tiene que ver precisamente con la memoria que quedará en un futuro de este fenómeno dentro de la sociedad vasca.


Quien ha expresado de una manera más descarnada esta incertidumbre ha sido Begoña Elorza, la madre de Jorge Díez, el ertzaina asesinado en febrero de 2000 junto con el dirigente socialista Fernando Buesa, al que protegía. Ante el pequeño memorial levantado en recuerdo de ambos, en el mismo lugar donde ETA acabó con sus vidas en un terrible atentado, esta valerosa mujer clamó:

 

“¿Quién escribirá la historia? ¿Dejaremos que sean quienes mataron a Jorge los que la escriban?”

 

Los interrogantes eran algo más, mucho más, que el lamento desesperado de una madre que tuvo que enterrar a su hijo asesinado. Pusieron el dedo en una llaga que cuatro años después del anuncio del final de ETA sigue abierta.

 

La construcción de un nuevo relato histórico

El nacionalismo radical vasco ha basado gran parte de su estrategia de legitimación en sostener la existencia de un supuesto conflicto político entre España y Euskal Herria, que vendría a justificar la irrupción de ETA a finales de la década de los años cincuenta del siglo XX y la extensión de su “actividad armada” hasta 2011. Para ello ha elaborado un relato histórico que aparece marcado por toda una serie de fechas simbólicas, de agravios y persecuciones, donde el Pueblo Vasco adquiere la figura de un sujeto doliente y martirizado, objeto de un verdadero genocidio por parte de una España despiadada y opresora. El entramado memorialista que ha ido urdiendo durante todos estos años, apoyado por una potente maquinaria editorial y propagandística, no ha reparado en gastos ni en esfuerzos en esta operación porque sabe lo que se juega en ello, especialmente tras la derrota de ETA. Con este objetivo ha puesto en marcha diferentes plataformas y proyectos dedicados a ensalzar la memoria de los victimarios, presentándolos como los continuadores de una lucha inmemorial contra la opresión española.

Sin embargo, este relato sesgado y victimista, insostenible desde el punto de vista histórico, contiene una carga tan militante y agresiva que solo es aceptada sin matices por los sectores más irreductibles de la izquierda abertzale, aquellos que se dedicaron durante décadas a ensalzar o justificar el terrorismo. Junto a esta versión resistente, agónica y militarista, durante los últimos años se ha ido abriendo paso un nuevo relato sobre nuestro reciente pasado mucho más digerible y aceptable para un amplio sector de la sociedad vasca, especialmente para el nacionalismo moderado y ciertos espacios de la izquierda.

El nuevo relato ha sido difundido con gran éxito desde un ámbito que ha venido trabajando, a su modo, durante tres décadas en la resolución del citado conflicto político. Nos referimos a un espacio concreto que se fue perfilando entre el mundo radical y los partidos democráticos en torno a la Coordinadora Lurraldea a principios de los años noventa del siglo XX. Aquel colectivo, impulsado entre otros por Jonan Fernández, concejal de Tolosa por Herri Batasuna entre 1987 y 1991, reunió a diferentes grupos y sensibilidades contrarias al trazado de la autovía de Leizarán entre las localidades de Irurzun (Navarra) y Andoáin (Gipuzkoa), uno de los capítulos más lamentables, y fueron muchos, de cuantos se vivieron a lo largo de la siniestra historia del terrorismo en el País Vasco. La entrada en escena de ETA en un conflicto de carácter medioambiental, como ya ocurriera años antes en el caso de la central nuclear de Lemóniz, cambió radicalmente las cosas. La organización terrorista instrumentalizó las reivindicaciones ecologistas y desplegó una campaña de atentados y extorsiones dirigida a paralizar las obras de la autovía. Los ataques terminaron con la vida de cuatro personas y generaron enormes pérdidas económicas.

El pulso entre las instituciones democráticas que apoyaban el trazado original de la obra y el terrorismo de ETA concluyó finalmente con un acuerdo entre el PNV y el PSE, aceptando un cambio en el recorrido de la autovía. El episodio dejó algunas importantes enseñanzas y unas cuantas estampas para la posteridad. La imagen de los líderes de Herri Batasuna en la primera plana del periódico Egin, brindando con champán tras conseguir forzar el trazado de aquella obra tuvo algo de teatral, pero dejó claro que la violencia, de nuevo, más allá de valoraciones morales, servía para algo. Había servido en su momento para forzar la paralización de Lemóniz y demostró de nuevo su utilidad diez años más tarde para conseguir un cambio en el trazado de la autovía de Leizarán. En el lado contrario la imagen del acuerdo entre los dos partidos democráticos más importantes, arrodillados ante ETA, constituyó todo un mazazo para la credibilidad de las instituciones.

Pero la organización terrorista y la izquierda abertzale no fueron los únicos vencedores. De aquella operación salió fortalecido un discurso y una práctica, la defendida por Lurraldea, donde la negociación entre dos bandos enfrentados ensayada en la autovía se erigió como una fórmula, la más idónea y ventajosa, para solucionar el verdadero problema de fondo, “el conflicto vasco”, es decir, una negociación política entre ETA y el Estado donde no hubiera “vencedores ni vencidos”. El paradigma de lo que más tarde sería el denominado Proceso de Paz. Sin embargo, en la comparecencia pública que hizo la coordinadora tras la inauguración sus portavoces no pudieron reprimir una declaración que dejaba en evidencia su carácter supuestamente mediador, para situarse al lado de uno de los bandos en conflicto, siguiendo su propia terminología: “Si defiendes tu tierra y luchas, siempre ganas”. Y ganaron.

En pocos meses aquella coordinadora se transformó en Elkarri y lo hizo precisamente animada por la coalición Herri Batasuna, que vio las enormes posibilidades que podía tener la fórmula en un posible final negociado de ETA, donde la banda y su brazo político podría obtener, como ya lo habían hecho en el caso de la autovía, unos importantes réditos políticos. Elkarri, la nueva plataforma, se presentó como un “movimiento social por el diálogo y el acuerdo en Euskal Herria“, en ningún caso como un movimiento pacifista. Por ello nunca resultó extraño que durante sus primeros años evitase incluir el término terrorismo en sus documentos y manifestaciones para referirse a los actos cometidos por ETA, ni reparase en las víctimas de la violencia.

Elkarri siempre tuvo sumo cuidado con las palabras que utilizaba. Debía circular por una senda angosta y complicada. En 1995, tras un atentado mortal de ETA llegaría a afirmar:

 

no la definimos como terrorista [en referencia a esta organización, a ETA]. El lenguaje tiene cierta importancia, y ciertos calificativos no tienen mucha utilidad con vistas a una solución. […] Las palabras son lo que significan en el diccionario y la carga que les acompaña.

 

Es decir, se trataba de utilizar un vocabulario que no incomodase a una de las partes, y más en concreto a la que empuñaba ilegítimamente las armas en nombre del Pueblo Vasco, para “evitar que el conflicto se bloquease aún más” (sic). Aquella neolengua que comenzaba a utilizar Elkarri, que evitaba los sustantivos y algunos adjetivos, que apelaba a nuevas perífrasis ideológicas y verbales, comenzaba a dar sus primeros pasos con un objetivo claro: pavimentar la pista de aterrizaje de ETA en un futuro proceso de negociación. Y ahí estaba la apelación a la existencia de un “conflicto político”, verdadera clave de bóveda para sostener el relato histórico que se pretendía imponer.

Como ha recordado el historiador Fernando Molina, hasta mediados de los años noventa se hablaba de problema vasco, de cuestión vasca, de contencioso vasco, pero no exactamente de conflicto. Fue en aquellos momentos donde se acuñó y comenzó a popularizarse este término. Martín Alonso, politólogo, filósofo y sociólogo, lo ha definido con exactitud.

 

“[La expresión del “conflicto político”] en concreto trata de dar carta de naturaleza a una instancia ficticia. Es decir, crear un constructo artificial que encierra la idea del “conflicto”, insuflarle sustancia política y constituirle en la realidad principal que define el ser vasco, como metonimia del hecho nacional. Esta es la primera impostura: concebir atributos de realidad política a un constructo que no resiste el análisis histórico.

 

A juicio de Elkarri, el conflicto había llegado a mediados de los años noventa a una situación de “empate infinito”, donde ambos contendientes, ETA y el Estado (en igual plano de legitimidad, se supone) habían demostrado la incapacidad para imponerse por la vía de las armas sobre su oponente. Esta situación había desembocado en un empate técnico, en un verdadero bloqueo que podría alargarse en el tiempo de forma indefinida. Al acuñar este término aquel movimiento social contribuyó a reforzar la imagen de ETA como una organización imbatible por el Estado democrático, con quien este último debía negociar para romper aquella situación y logar una paz definitiva. La realidad terminaría por imponerse, demostrando lo insostenible de aquel mito.

 

La pista de aterrizaje del terrorismo

Pero entonces vivíamos aún a mediados de la década de los años noventa. Según aparece reflejado en los propios boletines internos de Elkarri, esta nueva organización había nacido para representar un “tercer espacio, social y mayoritario, que ni aceptaba la violencia ni compartía el inmovilismo”es decir, el terrorismo de ETA y la posición de firmeza del Estado que se negaba a aceptar la imposición de la banda. Para garantizar el éxito de su difusión necesitaba un espejo en donde reflejarse, una referencia internacional.

El propio Martín Alonso ha apuntado el importante papel que jugó en todo este proceso la Cumbre de la paz de Camp David del año 2000, entre palestinos e israelíes como paradigma fundamental del conflicto. El ejemplo de aquella conferencia no pasó inadvertido al mundo nacionalista, y muy especialmente a Elkarri, cuyo máximo representante se preguntaba angustiado “¿Por qué nosotros no tenemos un Camp David?”. Al ejemplo se uniría el más cercano caso irlandés y los acuerdos de Viernes Santo de 1998, otro espejo que siempre ha constituido un referente dentro de esta narrativa.

Con estos mimbres se fue trenzando un nuevo relato donde el vocabulario tendría una importancia singular y donde todos estos conceptos irían cumpliendo a la perfección con el cometido asignado, como quedaría claramente de manifiesto en el texto del Pacto de Lizarra, firmado en 1998 por las fuerzas nacionalistas. La ruptura de la tregua por parte de ETA en el año 2000 hizo saltar por los aires aquel acuerdo soberanista. Sin embargo aquella experiencia dejó algunas enseñanzas para quienes formaron parte de la iniciativa. La solución al “conflicto vasco” debía adoptar una nueva estrategia y ello requería de mucha cocina interna, de una mejora de la “gramática del conflicto” y, sobre todo, como en el caso del Plan del Lehendakari Ibarretxe, de una nueva “hoja de ruta”, otro concepto que remitía sin ningún rubor al conflicto entre palestinos e israelíes, donde la internacionalización del proceso se hacía imprescindible.

Para entonces Elkarri había obtenido algunos éxitos políticos significativos, gracias al apoyo institucional y mediático que recibió durante aquellos años a partir de la celebración de varias Conferencias de Paz que sirvieron como altavoz y escenario para difundir el diagnóstico del problema y la solución que proponía. Gracias a ello y a su propia habilidad paradiplómática, urdida a través de una tupida red de contactos, como los establecidos con la Fundación Carter, Elkarri consiguió un importante eco en ciertos foros internacionales.

En 2006 este movimiento tomó dos decisiones de importante calado que marcarían definitivamente su historia. Necesitaba reinventarse. Por un lado consideró cumplida su misión al haber “contribuido a preparar un proceso de paz”. Para ello vio necesario dar carpetazo a su denominación anterior y transformarse en una nueva entidad asociativa, Lokarri, encargada de desarrollar el citado proceso. Según afirmaron en aquel momento, y así consta en su página oficial:

 

“Esta doble decisión representa una apuesta decidida por hacer prevalecer el diálogo frente a la decadencia, el proceso de paz frente a la descomposición del conflicto” (sic).

 

La segunda decisión fue impulsar la puesta en marcha de una fundación en el Santuario de Aránzazu, uno de los lugares más emblemáticos del País Vasco, que recibió un generoso apoyo de la orden de los padres franciscanos. El nuevo nombre elegido para el invento se denominó Baketik, un término surgido de los dos impulsos que animarían la fundación: Bakea (‘Paz’) y Etika (‘Ética’). El objetivo principal de la fundación, según reza en sus estatutos era “divulgar y promover el aprendizaje en la elaboración ética de conflictos mediante la creación de un ‘centro por la paz’”. El lugar elegido para el retiro y la reflexión de este complicado tema tuvo sin duda su importancia, y fue allí probablemente donde comenzó a elaborarse la columna vertebral de lo que más tarde sería conocido como el Plan de Paz y Convivencia.

El anuncio del final del terrorismo por parte de ETA no llegaría hasta octubre de 2011, tras unos años plagados de frustraciones para la sociedad vasca, donde las diferentes treguas anunciadas se vieron sistemáticamente rotas de forma sangrienta por esta organización. Fue precisamente en aquellos últimos años cuando la memoria de las víctimas y la preocupación por el relato histórico de la violencia se hicieron más presentes en el ámbito político y social.

El terrible crimen del joven concejal del PP de Ermua, Miguel Ángel Blanco, cometido en julio de 1997, había removido las conciencias de muchos ciudadanos. Las víctimas exigían verdad, justicia y reparación por el daño sufrido y ello exigía también una reconsideración sobre el lugar que éstas debían ocupar en la historia de las últimas décadas, tras años de silencio y olvido. Las instituciones eran cada vez más sensibles a estas demandas. La violencia tocaba a su fin y llegaba el momento de impulsar unas políticas públicas que fuesen respetuosas con la memoria de las víctimas y rigurosas con la verdad de lo ocurrido. No sería una tarea fácil.

La llegada de los socialistas en 2009 a la presidencia del Gobierno Vasco dio un notable espaldarazo a estas políticas, que habían dado ya sus primeros pasos durante las legislaturas anteriores, gracias al consenso de los partidos democráticos. El ejecutivo presidido por el lehendakari Patxi López impulsó algunas iniciativas importantes, como el desarrollo de un proyecto sobre un futuro Instituto de la Memoria y un acuerdo sobre un Memorial de las Víctimas del Terrorismo, dependiente en este caso del Gobierno español, a través de un acuerdo entre ambos gabinetes. Al mismo tiempo promulgó en julio de 2012 un decreto para conseguir el reconocimiento de las víctimas de los abusos policiales cometidos entre 1960 y 1978. El discurso sobre la necesidad de un relato histórico riguroso y democrático pasó a ocupar un importante espacio dentro del debate público, pero ello requería de una profunda revisión de un pasado incómodo, sobre todo entre aquellos que habían sostenido la legitimidad de la violencia como instrumento político. La situación tampoco resultaría cómoda para buena parte de la sociedad vasca, que había tardado demasiado tiempo en reaccionar contra el terrorismo.

En aquellos momentos ETA se encontraba en fase terminal pero el tercer espacio no lo entendía así. El final de la organización debía tener un delicado ritual de acompañamiento que diera sentido a la definición del conflicto. Como ha afirmado Martín Alonso:

 

Si se aceptan las premisas del “conflicto” ETA no puede desaparecer, no puede ser derrotada porque, de serlo, quedaría malparada la propia construcción sobre el antagonismo irresoluble entre ETA, como representante del Pueblo Vasco, y el Estado Español.”

 

O dicho de otra manera, el mito sobre el “empate infinito” y la imbatibilidad de ETA quedarían en entredicho, y con ello, lo innecesario de las iniciativas impulsadas por este tercer espacio como mediador o facilitador de un acuerdo. Por ello Lokarri aceleró su actividad con el fin de preparar un escenario capaz de visibilizar el final de ETA, “sin vencedores ni vencidos”. La maniobra precisaba de una cuidada escenografía y de una coreografía que acompañase al histórico momento. El primer paso consistió en la creación de un Grupo Internacional de Contacto (GIC) en noviembre de 2010, promovido por el abogado sudafricano Brian Currin, que ya había intervenido como mediador en los procesos de paz de Sudáfrica e Irlanda.

El segundo paso consistió en la celebración de una Conferencia Internacional para promover la resolución del conflicto en el País Vasco, conocida como la Conferencia o la Cumbre de Aiete. Por fin tendríamos nuestro Camp David, o algo que se le pareciera, aunque fuese lejanamente. Descartada por razones obvias la escenificación de una negociación entre ETA reducida a la mínima expresión y el Estado, se trataba, al menos, de ofrecer un último servicio a la causa de la resolución del “conflicto político” en forma de declaración pública e internacional; un acto cuasi litúrgico previo al cierre de un ejercicio de terror que había durado cuatro décadas de violencia.

De nuevo se trataba de cuidar el lenguaje para facilitar algo tan obvio como pactado: la declaración que cuatro días más tarde, el 20 de octubre de 2011, haría ETA del “cese definitivo de su actividad armada”. Pero también se debía subrayar una cuestión sobre la que este tercer espacio había insistido de forma machacona durante los últimos años. El final de la violencia se habría producido como consecuencia de un llamamiento de la sociedad vasca, una cuestión sin duda importante porque obviaba la derrota de ETA a manos de un Estado democrático a partir de la acción judicial y policial (a la que siempre se opuso el tercer espacio), para presentar el final de la violencia como un último acto de generosidad y sensibilidad por parte de la organización terrorista. De este modo la sociedad vasca aparecía en el relato histórico que se pretendía difundir como un sujeto doliente que primero sufrió el terrorismo –del mismo modo que años atrás había sufrido la Guerra Civil y la represión franquista– y que finalmente, gracias a su valiente reacción, había conseguido imponerse a él, una versión cuestionada por buena parte de los historiadores que han tratado sobre este fenómeno. Se escamoteaba de este modo las verdaderas razones del final del terrorismo, y al mismo tiempo se iba asentando un relato autocomplaciente, donde la sociedad vasca aparecía como la protagonista fundamental de su final.

El último hallazgo en esta gramática del conflicto que acompaña el relato sobre lo sucedido a lo largo de estas últimas décadas en el País Vasco lo constituye el “final ordenado” de la violencia política, es decir, una nueva escenificación que supondría el último capítulo, por ahora, de esta historia. Para ello el tercer espacio, a instancias del abogado y “mediador” Brian Currin, impulsó la creación de una Comisión Internacional de Verificación (GIV, en sus siglas en inglés) que trataría sobre los aspectos técnicos del proceso de paz, es decir, el inventariado y sellado de las armas por parte de ETA. Las primeras intervenciones de esta Comisión, supervisando la entrega de un impresionante arsenal de manos de dos encapuchados, compuesto por dos pistolas, un fusil y dos granadas en una habitación, con una reproducción del Gernika de Picasso (expresión máxima del genocidio de Euskal Herria) y el anagrama de ETA sobre la mesa, constituyó uno de los capítulos más rocambolescos y sonrojantes de cuantos se han producido durante los últimos años.

Mientras tanto se habían producido algunas importantes novedades en el terreno político. La victoria del PNV en las elecciones autonómicas de octubre de 2012 abrió una nueva etapa que tendría un importante reflejo en la orientación de las políticas públicas de la memoria. Una de las novedades más importantes fue la formación de una Secretaría de Paz y Convivencia, un instrumento del que dependería en un futuro todo lo relacionado con la memoria de las víctimas. Al frente de este organismo el lehendakari Iñigo Urkullu situó a Jonan Fernández, ex asesor de Ibarretxe y director de Baketik. Algunas de las asociaciones más importantes de víctimas del terrorismo y varios partidos políticos como el PP y UPyD se mostraron abiertamente contrarios a este nombramiento, apelando, sobre todo, a su pasado como ex concejal de Herri Batasuna y a su falta de sensibilidad y empatía con quienes habían sufrido las consecuencias más directas de la violencia.

La novedad más importante de la Secretaría fue la presentación de la propuesta del Plan de Paz y Convivencia en junio de 2013, una nueva hoja de ruta, otra más, diseñada para desarrollar la política de pacificación y memoria sobre lo ocurrido, que debía descansar sobre tres principios y objetivos fundamentales: el final definitivo de la violencia, el reconocimiento del daño causado y, tercero, “hacer un sitio a la parte de verdad del otro” (sic), según las palabras del propio lehenkari Urkullu, con un objetivo final, “conseguir el encuentro tras el desencuentro”. El desarrollo del texto y la metodología que incluía respondía perfectamente a la gramática del conflicto del tercer espacio que había difundido Elkarri desde principios de los años noventa. La presentación del Plan en Bilbao constituyó toda una declaración de intenciones sobre el constructo del relato histórico que se iba a difundir a través de esta iniciativa. Las palabras del secretario general de Paz y Convivencia fueron reveladoras:

 

“Durante el proceso de Transición hacia la democracia, una de las cuatro familias políticas de Euskadi quedó al margen del consenso que finamente se produjo entonces. Transcurridas cuatro décadas de aquel momento histórico no podemos permitirnos que se cometan los mismos errores y que de nuevo una de esas cuatro familias políticas quede otra vez fuera del consenso”.

 

Las palabras transcritas aquí no son exactas porque lamentablemente no quedaron reflejadas en ningún medio de prensa, pero quienes asistimos al acto recordamos el contenido del discurso. La exposición olvidaba que aquella familia política a la que se refería Jonan Fernández no quedó excluida del proceso de la Transición ni del consenso político que la acompañó, ni fue boicoteada por el resto de partidos políticos; muy al contrario, se autoexcluyó voluntariamente y arremetió con todas sus fuerzas contra el régimen democrático, deslegitimando las instituciones y justificando el terrorismo.

El Plan evitaba establecer un relato histórico claro, concreto y riguroso sobre lo ocurrido. La historia era la gran ausente en el texto y había sido sustituida por la memoria, un concepto mucho más dúctil y maleable y sobre todo mucho más útil y fácil de acomodar a una determinada situación. A partir de esa concepción instrumental de la memoria el relato histórico que se está difundiendo en la actualidad despoja a las víctimas, y especialmente a las del terrorismo, de su carácter político para reducir su condición a la de víctimas de violaciones de derechos humanos, sin que se precise en nombre de quien se cometieron aquellos actos, qué proyectos políticos los inspiraron, quienes fueron los perpetradores y quienes justificaron aquellas violaciones. De este modo, el discurso se ampara en un paradigma tan respetable y consolidado como el de los derechos humanos, juega como una suerte de justicia poética niveladora, para reducir a las víctimas al ámbito de lo privado, del dolor que comparten con otras víctimas y con otros fenómenos de violencia.

 

La importancia de un relato histórico veraz y honesto


La preocupación por esta sesgada deriva memorialista que pretende arrinconar la historia y extender un relato acomodaticio y autocomplaciente de nuestro pasado más doloroso, fue una de las razones que llevaron al Instituto de Historia Social Valentín de Foronda de la UPV/EHU a una seria reflexión sobre esta cuestión. Este fue el origen del Informe ForondaLos efectos del terrorismo en la sociedad vasca (Libros de la Catarata, 2015), un estudio centrado en los contextos históricos del terrorismo en el País Vasco y en la consideración social de las víctimas.

La investigación tiene un carácter académico, y ha sido realizada por el historiador Raúl López Romo bajo la supervisión y asesoramiento de un grupo de expertos, profesores de la universidad. A partir de la metodología propia de la investigación histórica el informe va trazando un recorrido por los diferentes contextos históricos del terrorismo surgido en la década de los años sesenta del siglo XX, analizando la evolución y el impacto de este fenómeno y de las diferentes organizaciones que actuaron en el País Vasco. La contundencia y frialdad de los datos no puede ser más gráfica: el 92% de los asesinatos políticos fueron cometidos por ETA y grupos de su entorno, mientras el 7% de este tipo de crímenes corresponde a las bandas del terrorismo ultraderechista, incluidos los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL). La rotundidad de las cifras desmonta el intento por establecer cualquier tipo de lectura tendente a fortalecer la versión del conflicto entre dos bandos. El trabajo analiza también la respuesta que dio la sociedad vasca al terrorismo a lo largo de cuatro décadas, subrayando la soledad de las víctimas y la escasa reacción que se produjo frente a este fenómeno.

El Informe Foronda no aspira en ningún caso a convertirse en la historia oficial sobre el terrorismo en el País Vasco, ni pretende ostentar el carácter de ser el relato histórico definitivo ni único sobre esta cuestión, como en algún momento se llegó a afirmar. Tampoco estigmatiza a la sociedad vasca. Los historiadores somos conscientes que la necesidad de que existan diferentes narrativas y perspectivas sobre nuestro pasado más reciente. Lo que resulta menos admisible es la pretensión de extender un relato autocomplaciente, y sobre todo escasamente riguroso, que sirva para tranquilizar la conciencia de ciertos sectores de la sociedad vasca. La narrativa sobre la historia reciente del País Vasco, y especialmente aquella que impulsan las instituciones democráticas a través de sus políticas públicas de la memoria, debe ser respetuosa con las víctimas, pero sobre todo tiene que ser valiente y veraz, sin ocultar los aspectos más incómodos de nuestro pasado. En este sentido, el Informe en cuestión solo constituye un punto de partida que debe servir como referencia para futuras investigaciones sobre una historia que sigue pesando como una losa en este país.

[Este artículo fue publicado en Anatomía de la Historia, la revista digital que yo dirigí, el 20 de octubre de 2015]

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