Acabo de leer una novela sencillamente sensacional. Se titula El matrimonio amateur y fue publicada en 2004. Era, es, la decimosexta novela de la escritora estadounidense Anne Tyler, a quien yo había querido leer ya hace décadas. Y lo he hecho. Por fin. Afortunadamente. Como decían (creo que al final) en la sobrevalorada (sí, sobrevalorada) película Casablanca: este va a ser el principio de una gran (o larga) amistad. El matrimonio amateur comienza así:
“En el
barrio cualquiera habría podido contar cómo se habían conocido Michael y
Pauline”.
The amateur marriage, ese es su título original, se publicó en mi idioma en 2005 traducida
espléndidamente por Gemma Rovira. Tyler explora en nuestras vidas, bueno, en
las de sus personajes, magníficamente creados, para tratar de responder a las
preguntas ¿por qué somos felices y por qué no lo somos, por qué dejamos de
serlo y cómo hacemos todo lo posible por serlo sin saber bien la manera?
Tyler escribe sobre la infelicidad y sobre cada vez que atisbamos la dicha y
osamos reposar en ella. Y lo hace magníficamente. Con las palabras de una
literata consumada que no necesita darle vueltas a esa obra cumbre del
conocimiento humano a la que llamamos NOVELA. El matrimonio amateur, una
novela larga que se hace corta, es una prueba sublime de todo ello. De la
categoría de Tyler y de su preocupación narrativa.
“Parecían
la pareja perfecta. Estaban dando los primeros pasos por el asombroso camino
del matrimonio, y maravillosas aventuras estaban a punto de desarrollarse ante
ellos”.
Si en el resto de su obra hace lo mismo que aquí, estoy convencido de que la novelista afincada en Baltimore (donde transcurre El matrimonio amateur) puede ser considerada uno de los creadores literarios (hombre o mujer) más importantes del arte universal de la escritura de los últimos tiempos. Todo ello desde la simpleza de contarnos una historia, de contarnos lo que les ocurre a sus personajes (la familia Anton) mientras ellos mismos son conscientes de sus propias limitaciones, de sus pequeñas o grandes ambiciones, de sus necesidades, de sus deseos y sus miedos, de su necesidad de amar y ser amados, de su capacidad para mirarle a la cara a la felicidad y reconocerla. O decirla simplemente adiós, todo fue un sueño, pero hice lo que pude o lo que supe o lo que me dejaron o lo que quise… o lo que no quise.
“Pauline
creía que el matrimonio era una unión inextricable de las almas, mientras que
Michael lo concebía como dos personas que viajaban una al lado de la otra, pero
separadamente”.
Es una historia de amor fabulosa, una novela
romántica sin los melifluos trucos simplones de las novelas románticas al uso. Una
novela familiar, también eso es lo que es, en la que el tejido moral y
físico de una familia se nos presenta a lo largo de décadas del siglo XX sin
que en ningún momento tengamos la sensación de que su autora pretenda emplear
con nosotros más truco que el del arte literario, el antiguo arte literario que
sirve SOLAMENTE, nada más y nada menos, para contarnos una historia en la que
aprendemos todo lo que ya sabíamos, en la que nos reconocemos o apreciamos esa
docena de ocasiones, esas miles de veces en las que lo que nos rodea nos hace
más fuertes o nos daña, dependiendo de una fuerza de la que ignoramos casi
todo. La vida. El amor, la pérdida. La vida de un matrimonio, en este
caso el que da título a la novela. Una historia matrimonial, en definitiva. Una
historia matrimonial del siglo XX (estadounidense). Una sencilla historia
matrimonial del siglo XX (estadounidense) llena de la terrible complejidad
hermosa de los seres humanos viviendo unos con otros.
“Pensó
que su esposa tenía unas asombrosas reservas de fuerza, que las mujeres como
Pauline eran las que hacían que la Tierra siguiera girando. O al menos, hacían
que pareciera que seguía girando, aunque en realidad no hiciera otra cosa que bambolearse
sobre su eje”.
Sensible y conmovedora. ¿Qué más buscamos en las
novelas que acercarnos a las personas sin que ellas lo sepan para sentirnos más
humanos?
“La Navidad de aquel año fue desnuda y marrón, no hubo ni un solo copo de nieve, pero en enero cayó una gran nevada en una sola noche. Michael despertó más temprano de lo habitual un domingo y vio que su dormitorio estaba lleno de un resplandor blanco y extraño, y cuando se levantó y miró por la ventana vio que los árboles se habían convertido en cepillos de deshollinar blancos y que los coches que había en el aparcamiento se habían convertido en iglús”.
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