En el año 1909 tuvieron lugar en España unos acontecimientos que han sido dados en llamar en su conjunto Semana Trágica.
Porque esa es la denominación que recibieron los
sucesos de carácter insurreccional acaecidos en diversas localidades catalanas,
pero principalmente en Barcelona, en el verano de 1909, entre el lunes 26 de
julio y el domingo 1 de agosto de aquel año, durante el reinado de Alfonso XIII.
Los
antecedentes
El jefe del dinástico Partido Conservador, Antonio Maura, presidía,
desde el 25 de enero de 1907, el que historiográficamente recibiría el nombre
de Gobierno largo de Maura, que vería su fin, precisamente,
como consecuencia de estos hechos.
La comprensión de la Semana Trágica solo es posible si
el hecho puntual que los desencadenó se contextualiza en un marco histórico
estructural muy concreto: el de una secular potencia colonial a la que el desastre de 1898 había
prácticamente privado de sus antaño vastísimos territorios de ultramar; el de
un Estado constreñido en su política doméstica a un régimen, el del turnismo
bipartidista de la Restauración, resquebrajado y ya insostenible, pero que tampoco
encontraba alternativas válidas en las diversas propuestas reformistas,
revisionistas y regeneracionistas, y que cada vez se agrietaba más por la
aparición o consolidación de nuevas fuerzas políticas y sociales que el citado
régimen restaurador, el del caciquismo, el encasillado y el fraude electoral, no toleraba o
marginaba.
Para entender qué ocurrió en el trágico verano de
1909, no se puede olvidar que, en diciembre de 1905, un grupo de militares
había asaltado en Barcelona la redacción de la publicación catalanista ¡Cu-Cut!;
que los liberales habían logrado, en marzo de 1906, la aprobación de la Ley de Jurisdicciones (otorgando carta de naturaleza a tal tipo de actos, al derivar a
la jurisdicción militar los ataques contra la unidad de la patria o la
institución castrense); y que, como reacción a todo ello, ese mismo año de 1906
había nacido Solidaritat Catalana, estructura que llegó a actuar como alianza electoral
(logró 41 escaños en 1907) aglutinando en su seno a la Liga Regionalista, al
Partido Republicano Federal, a los republicanos nacionalistas del Centre
Nacionalista Republicà y al sector de la Unión Republicana dirigido
por Nicolás Salmerón, dispuesto a colaborar con el nacionalismo catalán
(no así a los miembros de dicho partido, fundado en 1903, que se negaban a tal
pacto, con Alejandro Lerroux al frente).
Tampoco puede soslayarse el nacimiento, también en
1907 y en Barcelona, de Solidaridad
Obrera, organización sindical de
orientación anarquista (que le impregnaron algunos de sus promotores,
como Salvador Seguí y Josep
Prat), pero a la que también se
unieron los nombres de los socialistas Antoni Badia y Antoni Fabra (en
1910, Solidaridad Obrera daría paso a la Confederación Nacional del Trabajo, CNT).
Ni, por último, que la Ley contra el Terrorismo promovida por Maura en 1908 había facultado a las autoridades
para, sin intervención judicial, clausurar determinados centros y
publicaciones, una vulneración de libertades fundamentales que había propiciado
la formación del llamado Bloque
de las Izquierdas, que unió a
los sectores más importantes del dinástico Partido Liberal (liderados
por Segismundo Moret y José
Canalejas) y aciertos
republicanos (con estelar desempeño de Benito Pérez Galdós y Melquíades Álvarez),
quedando incluso abierta la posibilidad de un futuro entendimiento con el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de Pablo
Iglesias.
El
detonante
Así pues, existía hacia el final de la primera década
de la pasada centuria un caldo de cultivo absolutamente idóneo para que un
acontecimiento puntual se erigiera en el fulminante de la primera gran crisis
política y social española del siglo XX.
El detonante se produjo en la “zona de influencia”
española en Marruecos, el área territorial que la Conferencia Internacional de Algeciras de 1906 concedió al Estado
español. El 9 de julio de 1909, como consecuencia de un ataque de cabileños,
murieron cuatro obreros que trabajaban en la construcción de un ferrocarril
entre Melilla y las minas de Beni BuIfrur.
Ante este hecho, que desencadenó la denominada guerra de Melilla,
y para poner fin a la rebelión en el Rif, el Gobierno
de Maura dispuso el envío de diversos contingentes y unidades; y, el 10 de
julio, publicó el decreto de movilización
de determinados cupos de reservistas.
De inmediato, se multiplicaron las protestas (contra
la guerra misma, contra el sistema de reclutamiento, contra los impuestos de
consumos…), principalmente en los puntos de partida de las tropas, como las
estaciones de tren de Madrid y Zaragoza, y el puerto de Barcelona,
donde la tensión se desbordó el domingo 18 de julio.
Los
hechos
Las desalentadores noticias de África motivaron que
proliferaran las protestas, entre ellas, en el ámbito catalán, las de
Solidaritat Catalana y Solidaridad
Obrera, acalladas por el
gobernador civil de Barcelona, Ángel
Ossorio y Gallardo, al igual que
lo fueron en el resto de España las promovidas por el PSOE y la Unión General
de Trabajadores (UGT). Pese a todo, desde la clandestinidad, un comité en el
que figuraba Fabra, convocó un paro de 24 horas en Barcelona para el lunes 26
de julio, la que sería primera jornada de la Semana Trágica.
La huelga desembocó pronto en altercados, y estos
en revuelta espontánea y
generalizada (que se
extendería a otras localidades catalanas, alcanzando su mayor virulencia
en Sabadell), hasta el punto de que el capitán general de
Cataluña, Luis de Santiago, declaró el estado de guerra por orden del ministro
de Gobernación, Juan de la Cierva y
Peñafiel, mientras Ossorio
dimitía.
Los enfrentamientos con las fuerzas del orden, las
barricadas, los incendios de edificios religiosos, etc., se incrementaron tras
tenerse conocimiento del desastre
del Barranco del Lobo (en
el que, el 27 de julio, perdieron la vida centenares de barceloneses embarcados
días antes).
Para intentar dominar la situación, se desplazaron
hasta Barcelona tropas desde Valencia y Zaragoza. Pese a la
práctica ocupación militar de la ciudad, la insurrección se prolongó hasta el
domingo 1 de agosto, cerrándose con un balance aproximado de 80 muertos y más
de 500 heridos, además de más de 100 edificios incendiados, la mayoría
religiosos, fruto de una violencia
anticlerical explícita.
La represión emprendida por De la Cierva tuvo como resultado
millares de arrestos y detenciones. Los aproximadamente 2.000 procedimientos
judiciales incoados precedieron a un auténtico aluvión de sentencias condenatorias: casi 200 destierros, más de 50 cadenas perpetuas y
17 penas capitales. De estas últimas, finalmente solo se cumplieron cinco.
La ejecución que alcanzó mayor repercusión fue la
de Francesc Ferrer i
Guardia, pedagogo racionalista
vinculado al anarquismo y fundador de la Escuela Moderna,
sobre el que no existían pruebas incriminatorias pero que, considerado el
inspirador y organizador de lo ocurrido, pasó a la historia como principal
chivo expiatorio. Su fusilamiento tuvo lugar el 13 de octubre de aquel mismo
año, en la prisión militar de Montjuïc, en un contexto de numerosas protestas,
manifestaciones y campañas de la prensa internacional para evitarlo.
Si fuertes fueron las presiones recibidas por Alfonso
XIII desde el exterior, no menos poderosa fue la oposición suscitada en el interior. Provino tanto del Partido Liberal (lo que se ha
considerado la ruptura definitiva del régimen acordado por conservadores y
liberales en el Pacto de El Pardo de 1885, pilar fundamental de la
Restauración), como de las fuerzas democráticas de izquierda, que en septiembre
de 1909, bajo el lema común de “Maura, no”, erigieron la
que dieron en llamar Conjunción
Republicano Socialista.
Todo ello motivó que el monarca, finalmente, optara
por retirar la confianza a Maura, encomendando la conformación de un nuevo
Consejo de Ministros al liberal Segismundo
Moret, quien lo constituyó el 21
de octubre de aquel mismo año de 1909.
[Este texto de Rafael
Esteban de los Ángeles apareció el 15 de mayo de 2013 en la revista Anatomía
de la Historia]
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