¿Una historia de la pintura?, por Carmen Pinedo Herrero

Veinticinco obras de arte o pintores, me dice. Yo me pongo lopesca y, aunque José Luis Ibáñez no sea Violante, pienso que “en mi vida me he visto en tanto aprieto”. ¡Veinticinco! ¿Qué hago con todos los demás? Y entonces rizo el rizo, doy una vuelta de tuerca y digo: si es una misión imposible, que lo sea aún más. Quince. Restar, siempre restar: ir a la desnudez extrema.

Bien, allá voy. Sorprenderán algunas ausencias, no sé si también algunas presencias. Al margen de los artistas aún vivos, estos son algunos de los que me tocan el alma: dejadme que hable de ellos a mi manera.


Giotto, Expulsión de los demonios de Arezzo
Giotto da Bondone (1267-1337). La carne, las miradas, los gestos, el desconsuelo de los ángeles, las ciudades de colores. Esos edificios que quiero llevarme a la boca y saborear, porque, sabéis, siempre siento ante la arquitectura, real o pintada, el deseo de comérmela, pieza a pieza. Giotto, puerta abierta para lo que sale y para lo que entra a través de ella: nosotros atravesamos esa puerta.







Piero della Francesca (c. 1415-1492). La geometría, la luz, el silencio. Tiene que ser así. La pasión exige escenarios de serena belleza y equilibrio: estalla en el límite exacto del ciprés y la piedra. Piero utilizó la cámara oscura y modelos en barro para desarrollar perspectivas y volúmenes, fue un profundo estudioso de la geometría y la perspectiva, y de todos estos intereses no nacieron pinturas artificiales, exánimes, sino obras vivísimas, de una delicadeza y un rigor extremos. Ante Piero, me postro, guardo silencio.

 

Piero della Francesca, La adoración del árbol por la reina de Saba


Jheronimus van Aken, El Bosco (c. 1450-1516). Allá donde confluyen épocas, lenguajes, comicidad y misterio, paraísos e infiernos. Leemos sus obras, desciframos sus fuentes, porque bajo la aparente extravagancia de las imágenes subyace la rica complejidad de la cultura oral y escrita, potenciada por la extraordinaria fantasía del artista. ¿Es posible no perderse durante horas en el interior de las obras de El Bosco?

 

El Bosco, El jardín de las delicias, detalle


Giorgione, La tempestad
Giorgione (c. 1477-1510). Grande en tamaño, en misterio. ¿Quién fue, cuáles fueron, en realidad, sus obras? Debido a su temprana muerte, muchos de sus cuadros fueron terminados por otros pintores: las atribuciones, por ello, son confusas. Tampoco sabemos sobre su vida más que lo que nos cuenta Vasari. Lo que tenemos es esto: paisaje, luz, atmósfera. Poesía. Poco o mucho, nos colma.






Doménikos Theotokópoulos, El Greco (1541-1614). Desde las fuentes bizantinas, en Creta, viaja a través de la pintura veneciana y romana hasta llegar a Toledo. ¿Llegar? Tal vez crearlo. Paisajes y figuras arden desde dentro: es el propio espíritu encendido el que asoma a través de las formas y el color. Las almas pueden incendiarse: El Greco nos lo muestra.

El Greco, Vista de Toledo


Georges de La Tour, Mujer cazando pulgas [detalle]


Georges de La Tour (1593-1652). Otro artista que, como Piero, probablemente utilizó la cámara oscura. En sus obras alumbra una luz que, a partir de Caravaggio, le alcanza por medio de otros artistas, como los caravaggistas de Utrecht. Hallamos en su obra la geometría, la callada intensidad de lo esencial, el ensimismamiento. En La Tour lo sagrado se torna próximo, cotidiano. Vivimos sus obras desde dentro, atrapados por la línea, el volumen, el color.

 

Diego Velázquez, Las meninas


Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660). Es muy conocida la pregunta que Théophile Gautier hizo ante Las meninas: “pero… ¿dónde está el cuadro?”. En efecto, ¿dónde está? Si solo hubiese pintado este prodigio, bastaría. Pero Velázquez nos ofrece un milagro tras otro. Es la pintura.






Rembrandt Harmenszoon van Rijn (1606-1669). Un universo creado por la luz: es decir, por la sombra. La profunda humanidad de Rembrandt, su compasión, su sinceridad, nos conmueven. Imaginamos al artista en sus desdichas y derroches, seguimos sus pasos por puertos y callejuelas, nos reconocemos en la mirada que dirige al espejo a lo largo de toda su vida. Es un hombre: somos todos nosotros.

Rembrandt, Filósofo meditando

Johannes Vermeer van Delft (1632-1675). Piero, La Tour, Vermeer… La lista aumenta calladamente. Hay muchos puntos en común entre estos tres artistas: por ejemplo, el interés por la perspectiva y los dispositivos ópticos, algo que se refleja en sus pinturas; también, el modo en que estos tres genios fueron postergados, desdeñados, durante siglos. Nos asombra ese olvido, aunque podamos explicar sus causas. Pero aquí los tenemos, de nuevo, para comprobar que el aire que respiran en Italia las figuras de Piero o las de La Tour en Francia es el mismo que alienta en la Holanda de Vermeer.
Johannes Vermeer van Delft, Vista de Delft


Jean-Antoine Watteau (1684-1721). ¿Por qué Watteau? Por la melancolía. También podría haber dicho Fragonard, aunque el acento más poético recae en Watteau. Sus fiestas galantes, sus parques, las figuras de espaldas que nos introducen en las escenas, todas las referencias teatrales, configuran un mundo teñido de delicadeza y de contrastes. Se trata de la reivindicación de un rococó que revela, una vez más, la profundidad de lo ligero.

Jean-Antoine Watteau, Las dos primas


Francisco de Goya, Perro semihundido
Francisco de Goya (1746-1828). Él, claro: veta brava. Confluencia entre épocas, tradición y modernidad en una mirada llena de insaciable curiosidad y vida. El espejo en el que, aunque a veces nos cueste hacerlo, tenemos que mirarnos. Los monstruos de Goya son reales e incluso sus fantasías se pueden tocar. Nuestro “Paco, el de los toros”.













Paul Cézanne (1839-1906). El padre de la pintura moderna, le llaman. Así es: antes de Cézanne, después de Cézanne. ¡Todo cambia! Este hombre exasperadamente lento con los pinceles es pintor de pintores y también de quienes no lo somos. En él, como en Piero, tan próximo a él, los volúmenes, la geometría tan amada. ¡El color!

Paul Cézanne, La montaña Santa Victoria vista desde Les Lauves


Paul Klee (1879-1940). Soy color, nos dice, y también cristal. Transparencia. Klee mira como un niño: es decir, como un sabio, un artista. Yo creo que posee la magia de despojarnos de nuestra ceguera adulta para volver a ver. “El arte no reproduce lo visible. Lo hace visible”, dijo. Y no solo lo dijo: lo hizo a través de sus pinturas.

Paul Klee, El globo rojo


Marc Chagall (1887-1985). El vuelo, por supuesto, los azules, la música, el teatro, el circo, esa mirada de enamorado despeinado. Chagall es la tradición judía, es Rusia y occidente, París y Vitebsk. ¿Qué importan las distancias cuando se puede volar y cantar como un pájaro, arder como el sol en el firmamento?

Marc Chagall, Gallo rojo en la noche


Ramón Gaya (1910-2005). Cautiva la sensibilidad de sus pinturas y de sus palabras. Todo en él es milagro: el cristal, la flor, la fruta, son estallidos de luz; la carne es caricia; el sol, la lluvia, el cielo, el agua, sus ciudades, son lugares de donde no se quiere regresar.

Ramón Gaya, Desde Boboli


Me habría gustado incluir a Friedrich, a Turner, a Matisse, a Dufy, a nuestro Pinazo, ¡a tantos artistas! Pero me detengo aquí, cierro mi boca o, más bien, cesan de escribir mis dedos. Que me disculpe Lope de Vega por cambiar la cifra: “contad si son quince, y está hecho”.


Esta maravilla fue publicada el 16 de noviembre de 2016 en la revista Anatomía de la Historia, que yo dirigí.

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