Estamos en el llamado segundo franquismo. Luego llegará la Transición. Es la década de los años 60 y la primera parte de la de los 70, esa segunda etapa en que solemos dividir los años del franquismo.
Entre 1960 y 1975 se produjo en España un triple fenómeno, dominado, como siempre durante la dictadura de Francisco Franco, por la figura preponderante del Generalísimo. Por un lado, el desarrollismo, por otro un cierto deambular en el filo de la incógnita permanente del ¿después de Franco qué?; y, por último, un leve aperturismo a caballo del nuevo nivel de vida, del acercamiento al estilo vital occidental, mediatizado de alguna manera por el descenso de la actividad política directa del dictador, cada vez más convertido en un mero símbolo −pero qué símbolo, dominador absoluto siempre de las últimas decisiones− de la misma política irreductible e incapaz de la reconciliación expresa con el vencido en la guerra de los años treinta.
Tensiones en una dictadura
española
Las tensiones creadas por las transformaciones
económicas (propias de la modernización, tensiones que fueron de la mano de la
ineficacia de un Estado en suma corrupto), junto a la incapacidad
administrativa del franquismo, dieron lugar a una búsqueda de mayor
representación por parte de los dos habituales protagonistas de la oposición
real al régimen, los obreros y los estudiantes, pero también de los dos nuevos
grupos enfrentados a la dictadura, los nacionalistas (esencialmente los vascos)
y un sector de la Iglesia católica. Lo que pretendía esa conflictividad
creciente de la década de los 60 y los primeros 70 era más bien la creación de
parcelas de libertad elementales, básicas, inexistentes en un país
aparentemente integrado en el Occidente donde las democracias reinan.
Centrémonos en los primeros. Los obreros
reivindicativos, que recuperaban como podían la capacidad de los sindicatos de
las primeras décadas del siglo, se agruparon principal, pero no únicamente, en
torno a una hábil estratagema a modo de caballo
de Troya en el interior del
sindicalismo vertical ideada por los comunistas: las Comisiones Obreras (CC
OO), que supieron aprovechar, si bien brevemente, la reglamentación sobre
convenios sindicales del año 58, hasta 1967 en que el franquismo las devolvió a
la clandestinidad de donde venían. No obstante, y para que nos hagamos idea, el
crecimiento de la capacidad huelguística llegó hasta el punto de que en el año
1970 tuvieron lugar en España 1.595 huelgas. Lo que reclamaron los trabajadores
era la libertad sindical y el derecho a negociar los convenios colectivos.
La primera contradicción del aparente esplendor del
franquismo la acabamos de ver: la organización sindical puesta en pie por la
dictadura desde 1938 no servía para lo que se supone que debería de servir ese
instrumento, pues ni permitía la conciliación laboral que habría de estar en su
objetivo ni integraba a los obreros en el régimen.
En el mes de septiembre de 1966 son elegidas cerca del
80% de las candidaturas presentadas o apoyadas por las Comisiones Obreras en
las elecciones sindicales. Y el 9 de octubre la coordinadora estatal de las
Comisiones Obreras se reúne por vez primera, en Madrid. El día 27 de enero de
1967, Comisiones Obreras lleva a cabo la que había denominado “Marcha sobre
Madrid”: miles de metalúrgicos exigen en Madrid libertades sindicales en medio
de la más grande manifestación reivindicativa que hasta entonces había conocido
el franquismo.
Pero, el 14 de marzo de aquel año 67, las Comisiones
Obreras (CCOO) son declaradas ilegales por el Tribunal de Orden Público, lo que
no impide que, movilizados por ellas, estudiantes y trabajadores descontentos
con el régimen llevaran a cabo el 27 de octubre en Madrid, Barcelona, Bilbao,
Sevilla, Pamplona, Valencia, Málaga, Zaragoza y otras ciudades una jornada de
protesta multitudinaria.
Las muy
clandestinas Comisiones Obreras
En 1971, la conflictividad continúa, e incluso hasta
la Iglesia católica, reunida en septiembre en una asamblea conjunta de obispos
y sacerdotes, presidida por el cardenal arzobispo de Toledo y primado de España
Vicente Enrique y Tarancón, debate sobre su implicación en el régimen
franquista y la mayoría de los reunidos reconoce que la institución no sirvió
como reconciliadora durante la Guerra Civil. Y la violencia aumenta, la de ETA,
porque nace incluso una nueva organización terrorista que acabará por
convertirse en el maoísta Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP),
decidida a acabar por la fuerza del terror con el régimen, aunque no es hasta
dos años después cuando se cobra su primera víctima, un policía. En septiembre
de ese año 1971, concretamente el 13, comienza una huelga en el sector de la
construcción en Madrid y, ese mismo día es abatido por disparos de la Guardia
Civil en la localidad madrileña de Zarzaquemada un militante de CCOO y del PCE,
Pedro Patiño, cuando pegaba carteles.
Resulta evidente que la dictadura del general Franco, lejos de resolver cuantos problemas ella misma había creado, es incapaz incluso de resolver sus propias vicisitudes internas, las que le son propias como régimen político. Anclada en el profundo dilema de si avanzar hacia el aperturismo o si, por el contrario, cerrarse en torno al búnker ideológico que ya se cierne alrededor de todo lo que aun representa el franquismo para los más recalcitrantes inmovilistas, la peculiar autocracia del anciano dictador está en esos primeros años de la década de los 70 absolutamente paralizada.
Si los ultras −más papistas que el Papa, más franquistas que
Franco, exactamente− defendían un inmovilismo que pretendía reproducir algo que
ni siquiera había existido −o que dejó de existir hacía décadas anegado por los
tiempos de la evolución a la que la Historia sometió al tinglado pergeñado por
los vencedores de una guerra civil−, su némesis, el aperturismo, se confundía
−si uno solo leía o escuchaba a ambas tendencias− con la mismísima oposición
democrática perseguida por el régimen. Y sobre esa tremenda paradoja se
mantenía en vilo el franquismo. Un franquismo que tenía un verdadero
parlamentarismo, si bien de papel, en la prensa cada vez más cómoda desde la
pequeña liberalización del año 66. Y decimos pequeña porque
quienes como el diario Madrid o la revista Triunfo se
salían de los márgenes consentidos, podían pagarlo caro.
El Gobierno, reflejo también de esa división entre
inmovilistas y aperturistas, solo respondía con medidas que pretendían
mostrarle al sector ultra su rectitud, carente de la lógica de una salida hacia
adelante para la que estaba absolutamente incapacitado. En julio de 1971
endurece la Ley de Orden Público del año 59 y el 24 de junio de 1972 ordena la
detención de la Coordinadora General de CCOO en un convento de la localidad
madrileña de Pozuelo de Alarcón, iniciándose el denominado Proceso 1001.
Estamos inmersos en lo que se ha dado en llamar tardofranquismo, que
sería aquel de los años finales de la dictadura de Franco, los de los
estertores del régimen, el subperiodo con el que acaba el segundo franquismo.
Las muy clandestinas CCOO promueven, sin demasiado éxito, el 12 de diciembre de
1973 una jornada de lucha en apoyo a los encausados en el Proceso 1001. Ochos
días después, la organización terrorista vasca ETA asesina en Madrid a Carrero
Blanco (además de a su escolta, el inspector Juan Antonio Bueno Fernández; y al
conductor del vehículo presidencial, José Luis Pérez Mogena). Ese mismo día 20
tiene lugar el inicio de la vista oral del Proceso 1001, que
durará dos días más. Acusados de pertenencia a una organización ilegal, es
decir al PCE, los miembros de CCOO serán condenados por el Tribunal de Orden
Público (TOP) el día 30 a 162 años de prisión: Marcelino Camacho a 20 años,
Nicolás Sartorius a 19, Miguel Ángel Zamora Antón a 12, Pedro Santiesteban a
12, Eduardo Saborido a 20, el sacerdote Francisco García Salve a 19, Luis
Fernández a 12, Francisco Acosta a 12, Juan Muñiz Zapico a 18 y Fernando Soto
Martín a 17.
El Tribunal Supremo rebajará el 15 de febrero de 1975
aquellas penas, tras el recurso de los condenados, dejando en 6 años de prisión
la de Camacho; en 5 la de Sartorius, Saborido y García Salve; en 4 las de Muñiz
Zapico y Soto Martín, y tan solo en 2 las de Zamora Antón, Santiesteban, Luis
Fernández y Acosta.
En un contexto radicalmente distinto, ya fallecido
Franco, serán todos ellos indultados por el rey Juan Carlos I, el 25 de
noviembre de 1975 por medio del Decreto 2940/1975, de 25 de noviembre, por el
que se concede indulto general con motivo de la proclamación de Su Majestad don
Juan Carlos de Borbón como Rey de España; más un indulto propio de la dictadura
extinta que de la monarquía democrática que habría de llegar. Ya había dado
comienzo, bien que a regañadientes, la Transición española a la democracia. Y
sí, eso ya es otra Historia, una en la que aquellos sindicalistas presos
tendrán mucho que decir.
Este artículo es una adaptación de distintos epígrafes de dos de mis libros por Sílex ediciones: El franquismo (edición digital en Punto de Vista Editores) y La Transición.
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