Nacionalismo en España


Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX
es el título del libro que el historiador español José Álvarez Junco (a quien cito en mi libro dedicado a nuestra común disciplina: “conocer y aceptar la Historia crea ciudadanos dotados de mayor sentido crítico, más responsables, más independientes, capaces de enfrentarse con autoridades abusivas y de defender derechos propios y ajenos”) publicó en 2001 y que mereció al año siguiente el Premio Nacional de Ensayo. Pese a ese subtítulo, su autor nos acerca también, brevemente, hasta la idea de España en el siglo XX, que es lo que a mí me interesa ahora.

Nos vamos a la Guerra Civil española. Es una forma de hablar:

 

“Como toda guerra, la de 1936 simplificó las opciones, y toda la gama de los nacionalismos existentes y posibles quedó reducida a dos: el republicano, heredero del laico-progresista del siglo XIX y de una parte del regeneracionismo noventayochista, y el nacional o católico-conservador, que perpetuaba, incluso en su consigna más conocida, la vieja escisión de la derecha española entre dos lealtades, a Dios y a la Patria”.


La confusión de los ultraconservadores era muchísimo más pequeña que la mantenida por el bando republicano, “que en su propaganda añadía a un entusiasmo nacional genuino otros muchos mitos, promesas y valores políticos que formaban parte del variopinto mundo cultural de la izquierda”. Para aquella izquierda las palabras motoras de su conglomerado de visiones eran: “progreso, libertad, democracia, educación, civismo, igualdad y revolución social, federalismo, o su contrario, jacobinismo estatista”. Todos los mitos modernos se hacían presentes en la lista de quienes se defendían bajo la bandera republicana del asalto violento al poder llevado a cabo por los golpistas antidemócratas. Con razón, Álvarez Junco (“la Historia no deber ser venerada, sino explicada”) habla de “un exceso de dispersión” por parte de la izquierda, mientras en el lado franquista se concentraba “el esfuerzo propagandístico en lo nacional: no por casualidad los rebeldes se llamaron a sí mismos, y fueron llamados por otros, los nacionales. Éstos supieron utilizar como catalizador “el mito de la nación, y el mito demostró como tantas otras veces su incomparable fuerza”.

Ese es el nacionalismo, el católico-conservador, que salió vencedor de la guerra civil provocada por él mismo. El nacionalismo propio de la dictadura franquista. Al desgarrador trauma del conflicto bélico le siguió “un lavado de cerebro agobiante”: aquella nacionalización de masas forzada fue brutal, estuvo “basada en la anulación y en el aplastamiento de medio país” y llegó a una intensidad tal que “rozaba lo histérico”.

Llegados a la década de 1960, y sobre todo al llamado tardofranquismo (los estertores de la dictadura), frente a la España de Franco, aquella “rareza bochornosa asociada a atraso económico y cultural, opresión política, clericalismo y omnipresencia militar y policial en el paisaje”, el nacionalismo catalán (el catalanismo) y el nacionalismo vasco (el vasquismo), en cambio, al ser comparados con el régimen se vieron ungidos, a partir de la Transición desde luego, “con el óleo santo de la democracia y la modernidad, tan alejados de sus orígenes carlistas y de los métodos brutales que seguía empleando el vasquismo radical”.


Desde 1978, España asistió a una doble y ambigua legitimación nacional, amparada por la Constitución de ese año, fruto inequívoco del llamado consenso, de manera que, al crearse un “sujeto de la soberanía indefinido entre la nación española de unidad indisoluble y esas nacionalidades cuya existencia consagraba”, los dos nacionalismos pervivieron (pues “las espadas quedaron en todo lo alto”).

A finales del siglo XX, “el españolismo intentó asociarse al patriotismo constitucional, a un ideal cívico y pluricultural, distanciándose así de su conexión con el franquismo. Del éxito de esta asociación depende su supervivencia”.

 

En un artículo suyo de 2013 para El País, Álvarez Junco hacía esta reflexión:

 

“Lo cierto, sin embargo, es que en el siglo XXI la nación no solo no refleja ya de manera adecuada la complejidad de las sociedades en las que vivimos, sino que es, además, un factor distorsionador a la hora de explicar las situaciones del pasado en las que ella no era la identidad colectiva dominante. Además de presentarse como existente desde hace siglos o milenios, la nación se presenta como dotada de alma, de voluntad unánime, y poseedora de rasgos culturales homogéneos y estables. Nada más falso. Nuestros antepasados se movilizaron como cristianos o musulmanes, como nobles o villanos, como pertenecientes a tal o cual gremio o ciudad, mucho más que como españoles o catalanes”.

 

Y hemos llegado a 2022, cuando un partido no esencialmente radicalizado (Ciudadanos, poco constitucionalmente patriótico, según se ve) es capaz de proponer que la Constitución se pervierta haciendo caer de ella el concepto y la presencia capital de la palabra nacionalidades.

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