Qué gozada el documental de Netflix sobre Brian Wilson, Long promised road, dirigido por otro Wilson, Brent. Mientras un anciano Brian recorre la costa californiana en el coche de su amigo Jason Fine (editor de Rolling Stone), se desgrana la carrera del genio creador del surf/chamber/dream pop más glorioso y complejo de la década de los 60.
La gestación del mágico Pet sounds para su banda, The Beach Boys, fue el alfa y omega de un talento único que revolucionó la música popular al incluir capas de melodías polifónicas, contrapuntos, armonías vocales inauditas, pistas superpuestas de instrumentos que empastaban de forma incomprensible como un solo sonido nunca antes escuchado. En algún momento, esa mente privilegiada que pensaba y percibía musicalmente, hizo bum (el consumo lisérgico aceleró el proceso) y Wilson se retiró de los escenarios afectado por un trastorno esquizoide de voces amenazantes y demonios del caos que ya no se fueron jamás de su cabeza.
Me interesa aquí tanto el
proceso creativo del joven músico como la desintegración del anciano que habla
hoy de aquellos tiempos, que coge a su amigo de la mano, que sonríe como un
niño, que se bambolea al andar provocando mucha ternura. Porque él sobrevivió a
un padre tirano, a un éxito excesivo para su cabeza de porcelana, a Eugene
Landy (un psiquiatra que lo apartó del mundo y lo maltrató física y verbalmente
con la coartada de un método radical de sanación de la mente), a la muerte
trágica y prematura de los otros Wilson Boys (Carl y Dennis).
Lo que queda es un hombre que
lucha por recomponer pedazos y que se salva porque vive recluido en el mundo de
melodías de su cabeza, la misma cabeza que lo condenó a la tormenta emocional y
el dolor sin pausa. Cuando veo la cara blanda del genio (como si un niño se
hubiese disfrazado de David Lynch), ya no veo al californiano gordito y genial
que con poco más de veintitrés años dirigía a músicos, productores e ingenieros
en el estudio creando obras inmortales (incluido el entonces inacabado Smile),
sino a un anciano lleno de tics y miedos y paranoias que aun en su disolución
sigue creando ante sus admirados músicos de estudio, regresando con dolor a su
juventud, el único lugar posible para un hombre inocente que nunca dejó de ser
alguien deseoso de crear una "sinfonía adolescente para Dios".
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