Confinamos a las gallinas aquellos diecinueve meses de espanto y Filomena. Todo fue sensación de abandono y no había narices a quitarnos las mascarillas de las narices. Las mascarillas de las narices. ¿Te acuerdas de lo que llegamos a detestarlas? Salvaron viudas. Y vidas, argumentaba el orangután del tercero izquierda, con su navaja afilada a lo morgue poética. Poética, de Poe. Las gallinas confitadas en su confinamiento cuando la nieve nos enterró vivos en vida. ¡Para qué queríamos más! Menos mal que una mañana escuchamos las fuentes de la plaza vacía y nos parecieron el océano pacíficoatlántico, el mar mareante de los tebeos de Sandokán, el mar, idiota… El mar. Filomena Covid Notocarte. Menudo caballo de Troya troyano trolero trolebús…
¿Coronaqué?, dijiste. Trabajabas en ese hogar como un templo
moderno. Y la luz se fue, y se encareció como nunca, la luz y toda la
electricidad eléctrica pero no azul ni emocionante. Luz desolada, pandemia,
prohibición, recluirse y rezarle a la Ciencia, como si la Ciencia fuera más
poderosa que Dios y su Religión de Primero de Bachillerato. Por Dios. Ojalá que
algún científico sepa rezarle bien al Universo. O a quien sea. Lo soñamos
mientras aplaudíamos desde las ventanas a los héroes de David Bowie, que no
eran más que unos simples amantes escondidos del virus de la realidad. Héroes,
hospitales y la bomba atómica sobre los servicios públicos guarecidos en su
burbuja antigua.
Algunos escribíamos libros para
agradecerles a las canciones ese sonar suyo como si el futuro fuera a salvarnos
la vida. Salvarnos la vida. Salvarnos la vida. Algunos olíamos el nacimiento de
un cometa espléndido con el alma pequeña resplandeciente de una niña: Eris,
Eris, Eris. Algunos contraíamos matrimonio en el Matadero donde ya nadie mata
nada, desde que Alarma¡ nos hicieran sentir tanto frío muchos años antes de que
Filomena viniera a posarse sobre el convulso presente de los meses del miedo al
terror.
Escritura catárquica para salir del
confinamiento de unas gallinas confitadas que nunca pudieron leer la poesía
traducida de una señorita llamada Emily ni escuchar un solo segundo de ningún
disco de Genesis ni contemplar hipnotizadas nada de lo que rodara para la
posteridad postergada un tal Dreyer. Emily Genesis Dreyer, más líbranos del
mal. Amén.
(Menos mal que Stevie Wonder
resplandece todavía hoy, tantos años después, desde sus canciones para la vida
en lo mejor de la vida. Resplandece y nos resplandece.)
Songs in the key of life, aquel inolvidable disco
doble de Stevie Wonder (triple, en realidad eran dos elepés y un extended
play), es el primer álbum musical que me pareció una obra maestra. Es
considerado como la culminación de su llamado periodo clásico. Y menuda
culminación. Comenzado a grabar en 1974, apareció en septiembre de 1976 y yo
debí escucharlo completo ese mismo año, puede que al siguiente. Stevie lo
produjo, compuso y arregló todas sus maravillosas canciones y las cantó, además
de tocar varios instrumentos, el piano desde luego y su incomparable armónica
celestial. Entre esas canciones se encontraba su especialísimo homenaje al gran
Duke Ellington que supo convertir en una oda asombrosamente divertida a la
música en sí: Sir Duke. La festiva letra de semejante gloria artística
dice más o menos:
“La música es
un mundo en sí mismo
con un lenguaje que todos entendemos
con una oportunidad igual
para que todos canten, bailen y aplaudan
[…]
Cuando la gente comienza a moverse
puede sentirlo todo
pueden sentirlo todo, las personas
pueden sentirlo todo
puede sentirlo todo, la gente.
La música sabe que es y siempre será
una de las cosas que la vida simplemente no abandonará”.
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