Hay herida en la sangre, permanencia en el cambio, un agotamiento de siglos en la nada,
vivimos muertos y coleando, perdidos y encontrados, arduos en
nuestra desidia.
Existe un daño persistente que se sufre con alegría,
simpáticamente enfurecidos,
porque somos una especie única que no se diferencia mucho de los
simios y algunas moscas,
somos lemas y somos oraciones, hijos de dioses y padres de
gigantes.
Hay lluvia sobre el terraguerío, adoquines bajo el océano, huele a
la libertad de los aceros, al síndrome de abstinencia a manos llenas,
huele a los tiempos del hoy es nunca hoy, a las melodías
silenciadas de la muerte heroica,
hoy que podría haber llegado por fin el futuro, hoy que tenemos
todavía pasado a espuertas, hoy que hay toda una noche por deslumbrarnos, hoy
que hay que ahogar al hoy en el légamo del mañana, de una vez y para siempre.
El poeta inglés Alfred Tennyson tenía 24 años
cuando escribió en 1833 su poema ‘Ulises’ (publicado nueve años
después). Una majestuosa joya casi divina que acaba así:
“Aunque
mucho se ha gastado mucho queda aún; y si bien
no tenemos ahora aquella fuerza que en los viejos
tiempos
movía tierra y cielo, somos lo que somos:
corazones heroicos de parejo temple, debilitados
por el tiempo y el destino, más fuertes en voluntad
para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse”.
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