Unas palabras sobre la ‘cultura’ durante el franquismo


Que la dictadura franquista se sustentó en su origen y supervivencia como una entidad represora es algo fuera de discusión. Y no debemos olvidar que, cuando de represión se habla, no solo se alude a los muertos, a los asesinados o ajusticiados según se quiera mirar, a la violencia física siquiera, sino que se ha de considerar por fuerza asimismo la represión económica y laboral, así como la política y la cultural.

En palabras del historiador español Gutmaro Gómez Bravo, la represión franquista contempló “la exclusión y la marginación en una sociedad reconstruida sobre los rasgos de los vencedores, pero sobre todo, [da como resultado] una cultura que reniega de todo lo que tenga que ver con los vencidos, que los aparta y los incapacita para la vida futura”. El franquismo, en su esencial política de eliminación de las ideas disolventes de sus enemigos, acabó por provocar ya en la década de los 40 el llamado “exilio interior”. Gómez Bravo nos dibuja de forma magistral la situación: “el caos burocrático, la desidia, el aprovechamiento o la venganza interfirieron en un particular y kafkiano proceso español presidido por la arbitrariedad y la total incertidumbre”.

La ruptura con las tradiciones culturales que llevaban en volandas al país hacia la modernización, y que de hecho le mantenían en el vilo del progreso creativo, fue total a raíz de la victoria militar de la coalición que asumió la dictadura personal del general Franco. Semejante “erial”, no absoluto, por supuesto, sería fruto de las prohibiciones expresas del régimen pero también del manifiesto interés de este por imponer una concepción de la cultura que era, al tiempo, puro antiliberalismo católico y algo del específico fascismo español a medio camino de la soldadesca patriotera y la paradójica revolución social nacida para evitar la revolución social.

El historiador español de la literatura José-Carlos Mainer habla de “una suerte de glaciación” cuando se refiere a la cultura impuesta por los vencedores de la Guerra Civil, una glaciación contrarreformista que lo que hacía era esconder los últimos tres siglos y exaltar “el pasado medieval devoto y guerrero”. Y volviendo a la huida del país forzada por el resultado de la contienda cainita, el propio Mainer ha escrito que “el dramático hecho del exilio de muchos intelectuales fue la confirmación más patente de la hostilidad del régimen a la intelligentsia”.

Fue la represión franquista, en definitiva, y estamos de nuevo con Gómez Bravo, “una forma de castigo colectivo llevada a cabo para atemorizar a la población mediante una ‘pedagogía del terror’”.

No olvidemos aquel eje central del primer franquismo (que haría aguas sin desaparecer desde la década de los 60), el nacionalcatolicismo: el consentimiento estatal que la dictadura dio a la Iglesia católica, en tanto que legitimadora por excelencia del régimen −junto al hecho victorioso−, para que pudiera ejercer el control de decisivos espacios sociales pero también políticos. La moral pública y los comportamientos sociales, la educación y en general cualesquiera expresiones culturales quedaban sometidas a la autoridad y las normas eclesiásticas de la jerarquía católica, incluso a su censura previa. El Concordato firmado en 1953 con el Vaticano, además de pontificar que “la Religión Católica, Apostólica, Romana, sigue siendo la única de la nación española”, confirmaba el tradicional sistema de presentación de obispos mediante el cual el jefe del Estado proponía seis nombres de los que el Vaticano elegía a tres y el Estado designaba a uno. Asimismo, entre otros asuntos de no poco calado, aquel pacto con el Papado −tan natural por otra parte para un país dominado por un integrista religioso y por la presencia permanente de lo clerical, donde la cultura católica era más hegemónica de lo que había sido en los últimos cien años− refrendaba nada más y nada menos que la adaptación de la enseñanza al dogma católico y la obligatoriedad de la enseñanza religiosa.

Pero el franquismo no fue algo monolítico, aunque lo pareciera si uno no se entretuviera en estudiarlo con las herramientas de los historiadores. Llegado a su estertor, al llamado tardofranquismo, lo que existe es crisis económica, huelgas por doquier. Una situación en la que la conflictividad laboral y social, no solo protagonizada por obreros conscientes sino también por los vecinos de los grandes centros urbanos convenientemente asociados, tendrá un decisivo papel en la crisis final del franquismo. La coyuntura no ayudaba a la estructura. Pavimentado desde los años del desarrollismo sesentero, por si fuera poco, o mejor aún, como resultado y causa a la vez de todo ello, en 1975 existía un enorme abismo entre la cultura de la España oficial promovida por los restos del régimen y la cultura del país de verdad, la España real. Esa cultura que sobrevivió al franquismo pero que en modo alguno fue una cultura libre, desatada, moderna, aunque…

(Y sí, los Kinks vinieron a actuar a España cuando vivía Franco, sí.)

[Este texto ha sido elaborado siguiendo algunas de mis aportaciones en mi libro El franquismo, editado por Sílex ediciones en 2013.]

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