Jeffrey Eugenides inaugura el Segundo Milenio con Middlesex


Cuando lees una obra maestra del arte literario, cuando acabas de leerla, tienes una sensación, yo la tengo, de haber asistido a una maravilla humana portentosa difícil de explicar… Hasta que las palabras vuelven a ti, esas palabras que durante un largo instante de lectura ensimismada, de pura adoración, te habían sido arrebatadas por el genio de un escritor, del escritor de esa obra de arte.

Es lo que me acaba de ocurrir, no es algo que me pase a menudo, pero tampoco algo extraño, al leer la segunda novela del escritor estadounidense Jeffrey Eugenides, Middlesex, publicada en 2002 (y espléndidamente traducida al español tres años más tarde por Benito Gómez Ibáñez). Pura fascinación.

Eugenides no es un escritor prolífico, e imagino que así sus tres novelas publicadas hasta ahora (también ha escrito un libro de relatos) brillan como gemas inauditas, rarezas al alcance de quien quiera, pueda o sepa disfrutarlas.

Galardonada con el Premio Pulitzer a la Mejor Obra de Ficción, Middlesex es una novela larga, en ocasiones de apariencia desmedida por lo adecuadamente abigarrado que es su sensible catarata de textos, y es por encima de todas las cosas un producto literario placentero, incontenible.


Dice Eugenides que “en una novela, siempre hablan tanto el narrador como el autor”, y eso es algo que cuando leo esta novela suya siento continuamente, la habitual duda sobre cuánto hay de su autor en lo que cuenta. Mucho, al parecer. Quiso Eugenides escribir una novela sobre hermafroditismo, sobre un hermafrodita de carne y hueso, y lo escenificó todo sobre un pasado que a él, descendiente de griegos de Asia Menor, de Turquía, no le quedaba muy a trasmano. Y lo hizo, claro, como lo hacen los grandes literatos, rondando la genialidad narrativa: en una entrevista en 2003 para El País, Eugenides afirmaba que “es increíble la cantidad de lectores que se han creído lo que narro en Middlesex. Piensan que soy un hermafrodita. Me llegan cartas de personas que piensan que es mi autobiografía. Sorprendente. Supongo que debería estar contento de haberlos convencido”. Y es que, como él mismo reconoce, su literatura es una sabrosa mezcla, eso lo añado yo, entre su sensibilidad posmoderna y la narrativa a la vieja usanza.

 

“Nací dos veces: Fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974”.

 

Así comienza Middlesex.

Más adelante, el narrador omnisciente y protagonista (“mi creencia personal de que la vida real nunca está a la altura de su versión escrita”), resume:

 

“Si hubiera que concebir un experimento para evaluar las respectivas influencias de la naturaleza y la educación, no podría encontrarse nada mejor que mi vida”.

 

Eugenides, más concretamente su protagonista (“el único fideicomiso que poseo es este relato”), avanza en su narración evidenciando que “la capacidad de adaptación del ser humano es asombrosa” y dejando perlas de aprendizaje vital como esta:

 

“Los elementos esenciales del matrimonio: para ser feliz hay que encontrar variedad en la repetición; para avanzar hay que volver a donde se ha empezado”.

 

O esta otra:

 

“¿Qué razón hay para estudiar Historia? ¿Comprender el presente o evitarlo?”

 

También esta:

 

“Imposible mantener una visión sombría de las cosas durante mucho tiempo”.

 

La narración es un continuo ejercicio sabiamente dirigido por el arte de Eugenides, quien a menudo se gasta recursos como el de escribir lo siguiente:

 

               “Hasta aquí puedo llevarte lector, pero no más lejos”.

 

Para hacerte una idea de la calidad literaria de Middlesex, cuyo escenario principal es la ciudad estadounidense de Detroit, creo que podría ser bastante útil que leyeras esto:

 

“La Ciudad del Motor, a la que todavía no se ha apodado Motown, se convierte durante un tiempo en el «Arsenal de la Democracia». Y en la pensión del Bulevar Cadillac, Tessie Zizmo se pinta las uñas de los pies mientras escucha el clarinete. Begin the Beguine, el gran éxito de Artie Shaw, flota en el húmedo ambiente. Paraliza a las ardillas, que en los cables del teléfono inclinan la cabeza para oír mejor. Arranca un susurro a las hojas de los manzanos, haciendo girar el gallo de una veleta. Con su movido ritmo y su ondulante melodía, Begin the Beguine sobrevuela el césped, los jardines, las mesas y los bancos, las mecedoras de los porches y las cercas estranguladas por zarzamoras; salta la valla del jardín de la Pensión O'Toole, bailando sobre las actividades recreativas de los inquilinos, principalmente masculinos — una pista de bolos en el césped, unos mazos de croquet olvidados—, y luego la canción trepa por la descuidada hiedra que cubre la fachada de ladrillo, pasa por las ventanas donde algunos solteros dormitan, se rascan la barba o, en el caso del señor Danelikov, formulan problemas de ajedrez; y sigue subiendo, la mejor y más apreciada melodía de Artie Shaw, grabada en 1939, que aún se oye por la radio en toda la ciudad, una música tan fresca y alegre que parece garantizar la pureza de la causa estadounidense y el triunfo final de los aliados; pero ahí está, por fin, entrando por la ventana de Teodora, mientras ella se abanica los dedos de los pies para secarse el esmalte de las uñas. Y, al oírla, mi madre se vuelve hacia la ventana y sonríe”.

 


¿A que pareciera que se está escuchando aquella melodía inmortal? Bueno, sigo.

Porque uno al escribir pretende, como dice el protagonista de Middlesex, “atrapar el arcoíris de la conciencia para guardarlo en un tarro”. Porque a veces, para quien lee, para quien escucha, aparece ese sentimiento del peso de las palabras, “el profundo surco que abren en el aire del tiempo”.

 

“Las cosas verdaderamente importantes nunca son cosa del individuo. Me refiero al nacimiento, a la muerte. Y al amor. Y a lo que el amor nos lega antes de nacer”.

 

Eso que la vida es y que constituye la médula espinal de las grandes novelas:

 

“La vida no remite a una persona al futuro, sino al pasado, a la infancia, al tiempo anterior a su nacimiento y, finalmente, a la comunicación con los muertos. Al envejecer cuesta trabajo subir las escaleras, entra uno en el cuerpo de su padre. Desde ahí sólo hay un breve salto hasta los abuelos y entonces, antes de que uno se dé cuenta, se empieza a viajar en el tiempo. En esta vida crecemos hacia atrás. […]

Lo que verdaderamente tenía importancia en la vida, lo que le daba peso específico, era la muerte”.

 

Middlesex es una sabia novela llena del espíritu de las edades humanas, del que esplende en la juventud especialmente:

 

“El aire parecía arder, sutilmente inflamado de energía como suele ocurrir cuando se es joven, cuando las sinapsis se disparan frenéticamente y la muerte está muy lejos”.

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