La gran escritora estadounidense Louise Erdrich es autora de numerosas novelas y de varios libros de poemas, también de relatos. En 2012 publicó su novela The Round House, por la que fue galardonada con el Premio Nacional estadounidense del Libro en su modalidad de Ficción, traducida como La casa redonda al año siguiente al español por Susana de la Higuera Glynne-Jones, y cuya lectura me ha causado un enorme impacto. No conocía a Erdrich: desde ahora la tengo por una de las más destacadas escritoras vivas.
“Las mujeres no
son conscientes del enorme valor que otorgan los hombres a la regularidad de
sus hábitos. Metabolizamos sus idas y venidas en nuestros cuerpos y sus ritmos
en nuestros huesos. Nuestro pulso acompasa el suyo, y como siempre, en las
tardes del fin de semana, aguardábamos a que mi madre nos marcara inexorablemente
el paso del tiempo hasta la noche”.
Otra muestra de la escritura de Erdrich son las siguientes palabras con las que comienza el segundo capítulo de la novela:
“Yo tenía tres
amigos. Todavía sigo en contacto con dos de ellos. El otro es una cruz blanca
en Montana Hi-Line. Quiero decir que allí está marcada su partida física. En
cuanto a su espíritu, lo llevo siempre conmigo bajo la forma de una piedra
redonda y negra. Me la dio cuando se enteró de lo que le había pasado a mi
madre. Se llamaba Virgil Lafournais, o Cappy”.
Erdrich nos lleva por el venturoso camino de una historia repleta de dolor
auténtico y también del verdadero amor. Y lo hace sin obligarnos a sentir más
que el brillo silencioso de sus palabras acomodadas a una narración limpia,
incandescente y fresca al mismo tiempo. Muy humana, inmortal, como todo lo
que sabemos antes de que nadie nos lo explique con detalle:
“La lluvia era
ese tipo de precipitación gris intensa que no acaba nunca y que transforma la
casa de uno en un lugar frío y triste, aunque el alma de tu madre no se esté
muriendo en la planta de arriba”.
Una historia protagonizada por un adolescente nativo americano que
en las últimas décadas del siglo XX empieza a vislumbrar aquel loquevedrádespués
ya inevitable, rotundo:
“Tener miedo a entrar
en el cementerio de noche no era tenerle miedo a los venerados antepasados que
yacían allí, sino a la patada en las entrañas de nuestra historia, que yo me
preparaba para asimilar. El viejo cementerio estaba repleto de sus
complicaciones”.
¿De qué va La casa redonda?
“Otra noche, después
de que yo buscara temas de conversación y me quedara al final en blanco, mi padre
me recordó que, por supuesto, el clan de un ojibwe significa todo de una
sola vez y que nadie era huérfano de clan, y por ello cada uno conocía su
lugar en el mundo y su relación con los demás seres vivos”.
Ser todo de una sola vez: eso es la
novela, “solo una sombra de aquel modo de vida”.
Cómo no amar a una novela en la que alguien le pone de nombre Pearl a una de sus perras por Janis Joplin (y Ball y Chain y Big Brother a sus otros perros), en la que un sacerdote (el padre Travis, un personaje memorable, como todos los que habitan este libro fabuloso de Erdrich) le dice a Joe, el protagonista:
“Todo lo que
hay en el mundo también está dentro de ti. Lo bueno, lo malo, lo perverso, la
perfección, la muerte. Todo. Por eso sometemos el alma a examen”.
La casa redonda es una novela de espíritus, lo es a su manera, a la
manera repleta de auténtica Naturaleza de Louise Erdrich.
“Durante todos
aquellos kilómetros, durante todas aquellas horas, durante todo aquel aire que íbamos
dejando atrás y aquel cielo que se precipitaba hacia nosotros, fundiéndonos en
la línea del horizonte, y después en la siguiente, durante todo aquel tiempo no
había nada que se pudiera decir. No recuerdo haber hablado y tampoco recuerdo
que lo hicieran mis padres. Supe que ellos lo sabían todo”.
Pura ficción escrita con absoluta naturalidad, como la propia Erdrich se encarga de explicarnos en su epílogo de agradecimientos:
“Los
acontecimientos narrados en esta obra se inspiran libremente en tantos casos, informes
e historias diferentes que el resultado de todo ello es pura ficción”.
Joe, su narrador y protagonista, quizás tenga razón, al fin y a la postre:
“Las lágrimas pueden ser pensamientos: ¿por qué no?”
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