Los perros negros es la quinta novela del grandioso escritor británico Ian McEwan. Como el resto de su producción literaria, la he leído maravillado por su excelsa calidad artística, por ese escribir suyo que convierte a su vez la lectura de sus obras en otro arte: el arte de leer a McEwan.
Black Dogs, ese es su título original, fue publicada en 1992 y
su excelente traducción española, de Maribel de Juan Guyatt, apareció un año
más tarde.
El pensador florentino del siglo XV Marsilio Ficino le escribió al poeta Giovanni
Cavalcanti que “en estos tiempos no sé, por así decir, lo que quiero; tal vez
no quiero lo que sé y quiero lo que no sé”. Con esta cita se abre Los perros
negros.
El narrador de esta novela (director de una editorial de libros de texto),
a la que él mismo llama en una ocasión estas memorias, vive una vida
huérfana desde muy pronto, pero lo que en realidad nos interesa de esos
avatares suyos es lo que sabe de la vida de sus suegros, lo que él reconstruye
de aquella vida desde su escepticismo sin desesperación.
“El amor, por
tomar prestada la frase de Sylvia Plath, me puso en marcha. Cobré vida para
siempre, o, mejor dicho, la vida vino a mí. Debería haber aprendido de mi
experiencia con [mi sobrina] Sally que la forma más sencilla de recuperar a un
padre perdido es convertirse en padre uno mismo; que para socorrer al niño
abandonado que llevamos dentro no hay mejor cosa que tener niños propios a los
que querer. Y justo cuando ya no los necesitaba adquirí unos padres en forma de
suegros, June y Bernard Tremaine”.
McEwan pergeña una historia en la que es el amor, finalmente, la excusa
fabulosa para poder entender algunas de las hazañas humanas. Victorias o
derrotas humanas a las que en ocasiones sólo tenemos acceso a partir de simples
fotografías en las que sus protagonistas posan mostrándonos su total inocencia
ante el futuro.
“… la historia
de su vida: el momento definitorio, la experiencia que reconducía, la verdad revelada
a cuya luz todas las conclusiones previas han de ser reconsideradas. Era un
relato cuya exactitud histórica tenía menos importancia que la función que
había cumplido. Era un mito, mucho más poderoso por ser sostenido como
documental. June se había convencido de que «el día siguiente» lo explicaba
todo: por qué dejó el Partido, por qué ella y Bernard cayeron en un desacuerdo
que duraría toda su vida, por qué se replanteó su racionalismo y su
materialismo, cómo llegó a vivir la vida que vivió, dónde la vivió, lo que
pensó”.
La magia consoladora frente al racionalismo y su fe ciega, y en medio, la
ciencia para medir el mundo al lado de la probabilidad de Dios. Todo ello
dentro de la prosa inmarcesible de Ian McEwan:
“En los viñedos,
más allá de la sombreada terraza, las cigarras intensificaron su seco y
caluroso sonido. Ahora el tiempo, el tiempo de la tarde, que en el Midi es tan
elemental como el aire y la luz, se expandió y rodó ondulante hacia fuera sobre
el resto del día y hacia arriba hasta la bóveda del cielo cobalto, liberando a
todos de las obligaciones con su delicioso desparramarse”.
El existir, la vida humana resplandeciendo de nuevo en una de las novelas de uno de los mejores escritores de todos los tiempos:
“Con seguridad aquello
era lo que la existencia trataba de ser y casi nunca conseguía, saborearse a sí
misma en el presente, aquel momento en toda su simplicidad”.
Y el recuerdo imborrable de dos perros negros que al finalizar sabremos de lo que son metáfora. Dos perros negros de aquellos tiempos, “cuando olvidar sería inhumano y peligroso, y recordar, una tortura constante”. Dos perros negros que “regresarán para perseguirnos, en algún lugar de Europa, en otro tiempo”.
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