En el mes de octubre de 1975, el día 30, el mismo día en el que por segunda vez Juan Carlos de Borbón asume interinamente la jefatura del Estado debido a la extrema gravedad del dictador, se crea un comité de enlace entre la Junta Democrática de España, encabezada por el Partido Comunista de España (PCE), y la Plataforma de Convergencia Democrática.
Las opciones presentes en el momento
crucial de los últimos días del año en que murió el franquismo eran las
siguientes. Una, aquella por la que
aparentemente había optado el nuevo régimen −fuera este nuevo régimen el que
fuera, pero en definitiva, por la monarquía personificada en Juan Carlos de
Borbón−, al menos si uno echaba un vistazo a su primer Gobierno, es decir, por
una continuidad en la que los
cambios (invisibles, además) no parecían conectar con lo que la sociedad estaba
solicitando de alguna manera en sus manifestaciones culturales y en sus
mensurables estados de opinión, una opción esta que parecía esconderse tras la
vitola del reformismo sin ser reformista
(si acaso promotora de una reforma limitada, no en vano suele
ser calificado por los especialistas de pseudoreformismo
o reformismo continuista) y que era
partidaria tan sólo de una democracia
protegida, de una democracia limitada,
o sea, de una democracia que nunca lo sería por cuanto no pretendía reconocer
sino un pluralismo ideológico restringido (“una democracia a la española”, en
feliz catalogación, como ya vimos, de Santos Juliá); una opción, en definitiva
y tal y como explicitase el historiador español Juan Carlos Jiménez, en la que
el papel de aglutinador de la “coalición de poder” –de alguna forma deslegitimada
por una “crisis de desempeño” (el régimen se había querido legitimar en el
crecimiento económico pero este crecimiento se hallaba en una situación de
estancamiento a raíz de la incipiente crisis económica) y rota definitivamente
desde el asesinato de Carrero Blanco en 1973− había ido a parar a Arias
Navarro, carente del reconocimiento mínimo y sin fuerza real para reestructurar
la dictadura”.
Opción dos, la reforma parcial de las instituciones. Y, tres, la ruptura total. Si la primera parecía a
todas luces un sinsentido a contracorriente de la realidad social que el propio
franquismo había creado sin pretenderlo, la segunda se antojaba insuficiente
para buena parte de los españoles, sobre todo para quienes veían en el pasado
irresuelto tras la cesura gravísima de la Guerra Civil el objeto de sus
demandas, y la tercera era considerada por la mayoría silenciosa de los
ciudadanos una vía peligrosa, un sendero que recordaba la memoria todavía viva
de aquella sangrienta confrontación de los años 30. La ruptura total estuvo
canalizada desde el 26 de marzo de 1976 por Coordinación Democrática, que desde
ese día unió la Junta Democrática de España, encabezada desde el año 74 por el
Partido Comunista de España (PCE) y partidaria de la llamada ruptura democrática, con la Plataforma
de Convergencia Democrática, liderada por el PSOE y defensora de lo que se dio
en llamar ruptura pactada, que sería
finalmente asumida por el nuevo organismo opositor, al cual se le acabó por
conocer como Platajunta, más
pragmática en sus reivindicaciones y constitutiva de una ampliación del frente
contrario a las políticas gubernamentales donde tenían cabida posicionamientos
de centro e incluso de centro-derecha. Esa idea de ruptura tuvo como modelos de
actuación dos tipos de gobiernos provisionales, de un lado los surgidos de la
caída de los regímenes totalitarios anticomunistas tras su derrota en la
Segunda Guerra Mundial y, de otro, el español que después de las elecciones
municipales del 12 de abril del año 31 se autoproclamó Gobierno Provisional y
recogió el poder abandonado por la monarquía de Alfonso XIII que se supo
desdeñada.
[…]
El proceso reformista de Suárez, de reforma parcial,
arranca en el mismo momento de su llegada al poder en el verano del 76, tras
ser nombrado presidente del Gobierno por el rey Juan Carlos I.
Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes
(todavía posfranquistas, no lo
olvidemos) le había presentado a Suárez un primer borrador del proyecto de Ley para la Reforma Política el 23
de agosto de 1976.
Al día siguiente, el presidente acercaba el texto a su
Consejo de Ministros, y poco después hacía conocedor del mismo al joven líder
del PSOE, Felipe González, y a otro socialista, este histórico, el profesor
Enrique Tierno Galván, ya en septiembre, mes este en el que el día 8 rizaba el
rizo de su papel de prestidigitador político y mostraba, siguiendo
instrucciones del rey Juan Carlos, las bondades de su principal herramienta
para desmontar el engranaje mortecino del régimen dictatorial nada más y nada
menos que a la cúpula militar; esto
es, a los ministros militares, al jefe del Estado Mayor Central, al almirante
Jefe del Estado Mayor de la Armada y al jefe del Estado Mayor del Ejército del
Aire, y a un total de cinco almirantes y treinta tenientes generales, de entre
ellos los nueve que ejercían las nueve capitanías generales y los dos que
actuaban como capitanes generales en Baleares y Canarias. Para hacernos una
idea del auditorio al que decidió
exponer su programa Suárez, todos ellos habían apoyado la rebelión contra la
Segunda República que causó la Guerra Civil; por no hablar del hecho de que
casi todos los tenientes generales asistentes habían sido alumnos del mismísimo
Franco en la Academia General Militar. Constituían aquel primer grupo de
miembros de las Fuerzas Armadas de que ya he hablado, al que pertenecía como
ejemplo señero Gutiérrez Mellado. Ante el estamento castrense, una fibra de
delicadas relaciones, que acepta de mala gana el proyecto (que, como recoge
Muñoz Bolaños, “prometía respetar la Corona, la unidad de España y la bandera
bicolor”), sólo encontró un pero el
proyecto legislativo reformista, pero
vaya pero. ¿Y el PCE? El PCE no cumple los requisitos para entrar en el nuevo
juego político, dijo a los militares, que le dan su beneplácito al proyecto
reformista que les expone. No lo cumplía… todavía, pues faltaba que el partido
liderado por Carrillo aceptara, como hará, la bandera rojigualda y de paso la
propia monarquía. Conviene decir que se mantiene a menudo que Suárez prometió
taxativamente en esa reunión no legalizar a los comunistas, si bien él y
Gutiérrez Mellado mantendrían siempre que se previno que no se les legalizaría
de permanecer en su idea republicana. En cualquier caso, salvo él y su
ministro, cuantos salieron de aquella reunión lo hicieron en el convencimiento
de que Suárez no legalizaría al PCE.
[…]
Gracias al decreto del 8 de febrero de 1977 −el del hábil retoque del Estatuto de
Asociaciones Políticas que facilitaba la inscripción en el preceptivo
registro−, los partidos de la oposición comenzaron a abandonar la peculiar
clandestinidad en la que se hallaban. Si el 17 de febrero se legaliza al PSOE, el día 9 del mes de abril, el famoso Sábado
Santo de 1977, es un día histórico porque se produce un hecho impensable
apenas unos meses antes… la legalización del Partido Comunista de España (PCE)
−ganada a pulso más aún tras la magnífica respuesta de sus seguidores luego de
enero y la matanza de Atocha−, que provocaría como veremos la dimisión del almirante Pita da Veiga como ministro de Marina y
pondría de manifiesto el malestar existente entre las Fuerzas Armadas en todo
lo relativo al perdón y a la reconciliación nacional tras una Guerra Civil que
muchos seguían considerando el motor de sus planteamientos vitales y por
supuesto políticos, unas Fuerzas Armadas que seguían teniendo como némesis
diabólico al comunismo incluso casi cuarenta años después del conflicto.
El peregrinaje de
la solicitud comunista de ingreso en el Registro de Asociaciones Políticas
había comenzado el día 11 de febrero, cuando el PCE presentaba la documentación
pertinente, sus estatutos, en el Ministerio de Gobernación. De allí, el rechazo
once días después del Registro ante la duda ministerial de la licitud penal de
los principios exhibidos, llevó la solicitud al Tribunal Supremo, que habría de
dictaminar antes de los treinta días siguientes. Pero esa corte devolvió la patata caliente al Gobierno por entender
que era incompetente ante una cuestión que entendía enteramente política.
Sobrevolaba la sensación de que no había nada ilegal en la propuesta comunista.
Suárez comunica el 4 de abril a algunos de sus ministros, los dos
vicepresidentes entre ellos (Gutiérrez Mellado y Osorio, ambos por cierto
contrarios a la decisión del jefe del Gobierno), que está decidido a legalizar
al PCE, aun así solicita dos días después a la Fiscalía del Estado un informe
que acaba por dictaminar el 9 de abril la inexistencia de ilícito penal alguno
en los estatutos. Ese mismo día, el Ministerio de Gobernación concedía la
inscripción registral del PCE. Es Sábado Santo, una jornada en la que casi todo
el país se encuentra de vacaciones. La sorpresa será mayúscula a partir del
momento en que, siguiendo instrucciones del ministro de Información y Turismo,
Andrés Reguera, Radio Nacional de España comunique a las seis de la tarde la
noticia.
A raíz de este acontecimiento vital en el proceso, en la
historia de la Transición, la credibilidad que le podía faltar a la reforma
promovida por el Gobierno hacía indiscutible acto de presencia, incluso ante
quienes menos estaban dispuestos a admitirla: la voluntad democrática del
ejecutivo de Suárez estaba ya fuera de toda duda. Se trataba de la demostración
evidente de que el proyecto reformista gubernamental buscaba establecer una
democracia plena, sin la tutela de las Fuerzas Armadas.
Sí, porque, si recordamos aquella reunión de septiembre del
año 76 entre los más altos mandos militares y Adolfo Suárez, y cómo según
muchos aquéllos salieron de dicho cónclave convencidos de que el presidente del
Gobierno no legalizaría al PCE ni consentiría su legalización, se hará fácil entender
que a partir de ese instante, como recoge entre otros Muñoz Bolaños, las
Fuerzas Armadas, o buena parte de sus miembros, “dejaron de confiar en el
Ejecutivo, y algunos sectores de las mismas decidieron poner en marcha
operaciones golpistas puras”, ya que los intentos de determinar el alcance del
proceso de transición a la democracia, tutelando la acción gubernamental desde
los cuarteles, habían fracasado, ya fuera bajo la fórmula de influencia (segundo Gobierno de Arias
Navarro, desde finales del 75 a julio del 76) o de extorsión (manifestado durante los primeros nueve meses de Suárez
como presidente del gabinete). Comenzaba así lo que el tantas veces citado
historiador Roberto Muñoz Bolaños identifica como periodo de desplazamiento y sustitución o suplantación, del que ya
hablaré más profundamente llegado el momento y que consistiría en “acciones de
carácter golpista”. Y, para empezar, la citada dimisión del almirante Pita da
Veiga al frente del Ministerio de la Marina tan pronto como el 11 de abril, dos
días después de la legalización de los comunistas. Una dimisión presentada de
forma irrevocable aduciendo que no había sido informado de tal hecho, como no
lo habían sido ninguno de los otros dos ministros militares, Franco
Iribarnegaray (del Aire) y Álvarez-Arenas (del Ejército). Sustituir a Pita da
Veiga le costó sangre, sudor y lágrimas
al Gobierno debido a que la Armada hizo causa común con el dimitido. Sólo cuando
el almirante en la reserva Pascual Pery Junquera, enemistado con Pita (y de
quien por Muñoz Bolaños podemos saber que había sido cesado en el cargo de
subsecretario de Marina Mercante por el ministro dimitido), acepte el día 13 de
aquel mes de abril ocupar el cargo, luego de que ningún otro en activo quiera
hacerlo, podrá respirar tranquilo el ejecutivo de Suárez. Una desconfianza
triple había nacido a raíz de la legalización del partido de Carrillo: por un
lado, la de muchos de los miembros de las Fuerzas Armadas hacia Suárez y
Gutiérrez Mellado, que se transmutaría en rencor cuando no en odio; de un
segundo lado, la de buena parte de la oficialidad castrense, y aquí sigo una
vez más a Muñoz Bolaños, “hacia sus mandos naturales que, salvo excepciones, se
mostraban sumisos ante las decisiones del Gobierno”; y, para finalizar, la de
un reducido número de jefes y oficiales hacia la figura del mismísimo rey Juan
Carlos I, en tanto que “valedor de Suárez”, lo que llevaría incluso al
surgimiento de operaciones golpistas.
Otra marejada producida por la legalización del PCE, de
menor calado y menos peligrosa que la casi total repulsa militar, llegará el
día 23 de mayo, cuando el rey acepte la dimisión de Fernández-Miranda, que
habían solicitado por distintos motivos Alianza Popular (AP, a la cual ya
conocemos pero no obstante presento un poco más adelante), el PSOE y el PCE y
se haría efectiva tras los primeros comicios legislativos.
El PCE −que había reunido a su Comité Central por vez
primera en España tras la Guerra Civil los días 14 y 15 del mes de abril (seis
días después de su histórica
legalización) para entre otras cosas asumir la unidad del Estado, la bandera
rojigualda y la monarquía como forma de gobierno− arrastraba desde el comienzo
de la mismísima Transición una profunda crisis producida por el nuevo escenario
que obligaba al partido a reconvertirse desde la resistencia antifranquista
hasta la normalización democrática a la que el proceso en el que él mismo
participaba parecía a todas luces abocar. Ese trance dejaba en un lado de la
principal organización comunista española a los partidarios de seguir
enarbolando los principios leninistas y en otro a los que lo que pretendían era
lograr la renovación auténtica, la del eurocomunismo que anunciara a bombo y
platillo Carrillo en marzo de aquel año 77 y que defendía el modelo de las
democracias occidentales pluripartidistas. Una crisis que además se complicaba
hasta convertirse en un verdadero galimatías debido a que la dirección del PCE
en realidad lo que usaba eran desde hacía décadas los modos autoritarios que se
contradecían con la práctica del consenso que promovía y beneficiaba fuera de
las paredes del partido, en la realidad social y política que estaba siendo ya
el proceso desde la dictadura hasta la democracia.
[…]
[En las elecciones de aquel año
77, el PCE, junto al Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) alcanzó
1.709.890 sufragios (9,33%), lo que le permitió llegar… tan sólo a los 19
diputados (de ellos, 8 del PSUC).]
Estos textos,
pertenecientes a mi libro La Transición (Sílex ediciones, 2015),
formaron parte de mi artículo ‘El PCE (fue) mucho más que un partido’,
publicado el 7 de abril de 2017 en Nueva Tribuna, que puedes leer
completo EN ESTE ENLACE.
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