(España: 1973-1975).
El historiador Borja de Riquer resume muy bien la situación
de “crisis y agonía de la dictadura” cuando afirma que “el agotamiento del
propio régimen propició el surgimiento de una zona intermedia, entre la
oposición democrática y los sectores más inmovilistas, constituyéndose una
nueva corriente aperturista que, aunque notablemente dividida, empezó a
defender la necesidad de buscar un camino hacia la democracia”.
En el decimosegundo gabinete de su dictadura, Francisco
Franco dejó de encabezar el Consejo de Ministros y permitió que fuera su valido, Luis Carrero Blanco, el jefe del
Gobierno. El 8 de junio de 1973, el que desde 1941 ocupaba en el entramado del
principal órgano decisorio, el Gobierno, una cada vez más significativa
posición, pasó a recibir el encargo del jefe del Estado de formar un ejecutivo
que juraría sus cargos tres días más tarde. Carrero Blanco fue elegido de entre
la preceptiva terna presentada a Franco por el Consejo del Reino, según
estipulaba la Ley Orgánica del Estado. El dictador no tuvo problemas (¿cómo
habría de tenerlos?) para que entre los tres nombres propuestos se encontrara
el de quien fuera calificado por Juan Carlos de Borbón como “el espíritu de
Franco”. Los ex ministros Fraga y Fernández-Cuesta habían sido los otros dos
políticos sugeridos.
Pero pese a la aparente primicia del desempeño de la
jefatura del Gobierno por alguien distinto del dictador, nada había de novedad
en la situación del régimen. Continuismo
es la palabra que define al nuevo ejecutivo de un franquismo bloqueado por la
situación que su adaptabilidad había provocado. Cambios en el Consejo de
Ministros los hubo, poco significativos fuera del señalado del acceso a la
presidencia del almirante Carrero Blanco: el que venía siendo secretario
general del Movimiento desde 1969, el jurista Torcuato Fernández-Miranda, era
el vicepresidente; López Rodó sustituía en Exteriores a López Bravo; y Carlos
Arias Navarro −alcalde de Madrid desde 1965 y durísimo fiscal militar durante
la Guerra Civil, amén de gobernador civil en diversas provincias y director
general de Seguridad− hacía lo propio en Gobernación con Garicano Goñi, que
había presentado su dimisión el mes anterior al considerar que caían en saco
roto sus avisos para atar en corto a
los ultraderechistas más violentos del búnker,
que es como se empezaba a conocer al sector más reaccionario de los inmovilistas o continuistas, de los más franquistas que Franco, para que nos
entendamos. Además, se crearon dos nuevos ministerios, el de Relaciones
Sindicales, con Enrique García-Ramal Cerralbo como su primera cabeza; y el de
Planificación del Desarrollo, del que estaría al frente Cruz Martínez
Esteruelas.
Poco pudo hacer este gabinete inmovilista. El día 20 de diciembre, apenas ocho meses más tarde
del inicio de su andadura, la banda terrorista ETA voló por los aires el coche
oficial de Carrero Blanco, quien pereció en el atentado. Fernández-Miranda hubo
de sustituirle interinamente en su calidad de vicepresidente, hasta que Franco
se decidiera por la (aparente) representación de la dureza y los valores
represivos del régimen en aquel gabinete… Arias Navarro.
Con el asesinato de Carrero Blanco no solo se acababa con la
más evidente línea de mando
inevitable sino que se tocaba la línea de flotación de la fortaleza personal
del dictador al privarle de quien historiadores como Juan Pablo Fusi han dicho
que había sido “la pieza clave en la construcción del franquismo”. Afloraban
así todas las contradicciones de un régimen tan cansado y anciano como su
personificación, un régimen profundamente católico cada vez más alejado de la
jerarquía eclesiástica y de muchos de sus fieles, un régimen refractario a la
democracia en permanente búsqueda de la legitimidad de la verdadera
representatividad que él veía en el denostado organicismo de unas Cortes
carentes de esa representatividad, un régimen donde el derecho de manifestación
y el de huelga como casi cualquier otro estaban prohibidos pero donde no
cesaban las reivindicaciones laborales hechas a base de paros obreros. El
tardofranquismo.
El día 28 de diciembre de aquel 1973, Arias Navarro recibía
la para él inesperada orden de formar un Gobierno que habría de presidir. La
recibía evidentemente de Franco, por más que la terna de la que saldría
nombrado fuera elegida por el Consejo del Reino. Terna en la que figuraban
también el ex ministro Solís Ruiz y José García Hernández, que entre otros
cargos había desempeñado el de director general de Administración Local. Terna
al fin y al cabo que contenía el nombre que el dictador quería nombrar,
reafirmando así el carácter autocrático de régimen erigido por y para Francisco
Franco. Arias Navarro era más continuismo.
Autoridad era la otra palabra que
cabría resaltar de la elección, si atendemos al reconocido perfil de hombre duro que Arias Navarro se había labrado
en la Guerra Civil y en su actuación al frente de la Dirección General de
Seguridad entre los años 57 y 65, siendo ministro de Gobernación Alonso Vega.
“Es virtud del hombre
político la de convertir los males en bienes. No en vano reza el adagio popular
que ‘no hay mal que por bien no venga’. De aquí la necesidad de reforzar
nuestras estructuras políticas y recoger los anhelos de tantos españoles
beneméritos que constituyen la solera de nuestro Movimiento”.
FRANCISCO FRANCO, en su
Mensaje de fin de año de 1973, un mes después del asesinato de quien había sido
su mano derecha durante décadas, Luis Carrero Blanco.
Para Preston, la elección de Arias Navarro, bajo presión,
fue la última decisión política relevante de Francisco Franco.
En el último ejecutivo de la dictadura del general Francisco Franco ya no hubo tecnócratas. Al mismísimo López Rodó le sustituyó en Asuntos Exteriores el empresario y diplomático Pedro Cortina Mauri, subsecretario que fuera de Castiella, así como embajador en París. La principal novedad que contradecía el evidente continuismo del gabinete fue la llegada de un reformista al Ministerio de Información y Turismo (ramo del que había sido subsecretario con Fraga), el jurista Pío Cabanillas Gallas, pues otros ministros debutantes provenían de las filas de la colaboración anterior con Arias Navarro (como José García Hernández).
En cuanto a la estructura del Consejo de Ministros cabe
resaltar que la Vicepresidencia única se desdobló en tres, ninguna desempeñada
por el anterior vicepresidente, Fernández-Miranda: una primera, ejercida por
García Hernández, también ministro de Gobernación; una segunda, a cargo de
Antonio Barrera de Irimo, asimismo ministro de Hacienda; y una tercera, ocupada
por Licinio de la Fuente, a la sazón ministro de Trabajo.
Aquel gabinete de Arias Navarro fue, en palabras de Preston,
“un curioso cajón de sastre de partidarios de la mano dura y de aperturistas”,
de representantes del búnker, de
inmovilistas en definitiva, y de moderados, tanto reformistas como
aperturistas. Los más destacados del sector reaccionario eran dos ministros que
ya lo habían sido con el asesinado Carrero Blanco: José Utrera Molina, ministro
de Vivienda con el almirante y en el ejecutivo de 1974 al frente de la
Secretaría General del Movimiento; y Francisco Ruiz-Jarabo y Baquero, que antes
de encabezar el Ministerio de Justicia venía de ser presidente del Tribunal
Supremo. Y los principales representantes del reformismo fueron Cabanillas
Gallas y Barrera de Irimo.
Arias Navarro y su Gobierno se hubieron de enfrentar a un
problema estructural que ya sabemos: tuvieron que buscar el modo de salir de lo
que a todas luces era un callejón sin salida. Un callejón en el que el
franquismo se había metido y para el que no tenía forma de salir sin
destruirse.
Además de ese problema estructural que lo inundaría todo,
por si fuera poco Arias Navarro hubo de responder a los negrísimos
inconvenientes de orden público fundamentalmente significados en el terrorismo
desbocado de ETA, que acababa de asesinar a su antecesor, y a la galopante
crisis mundial, que llevaba unos meses salpicando de inflación y déficit
comercial a la desestructurada economía mal
desarrollada española.
Difícilmente un auténtico franquista, de probada lealtad a
la persona del jefe del Estado, como Arias Navarro, podía pilotar al régimen en
una encrucijada como en la que se encontraba. Sus dudas entre avanzar hacia el
consenso que permitiera la definitiva y auténtica apertura del sistema y las que le planteaba su inveterada formación
y vocación represora le dejaron en una tierra
de nadie en la que a los progresos les seguían concluyentemente los
repliegues, en la que tras los retrocesos llegaban los tímidos o no tan tímidos
avances. Por eso, parafraseando a Fusi una vez más titularemos el siguiente
epígrafe así… Avances y retrocesos: a la
deriva.
Este texto pertenece a mi libro El franquismo,
publicado en 2013 por Sílex ediciones.
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