La tercera de las novelas de la saga del comisario Kostas Jaritos escritas por el griego Petros Márkaris se titula Suicidio perfecto y fue publicada ocho años después de la primera, en 2003. La edición en español es un año posterior y la traducción corrió a cargo de Ersi Marina Samará Spiliotopulu, la traductora de todas ellas (salvo de una, la cuarta de la serie, el quinto libro si incluimos uno de relatos).
He vuelto
a subirme al carro de Jaritos (“la serenidad es sinónimo de aburrimiento para
mí, porque no sé cómo matar el tiempo”). Aunque en la segunda de la saga (donde
dejábamos al policía ateniense en el hospital) me mosqueé con Márkaris,
con esta tercera (“las cosas se torcieron en el momento en que me sacaron de
cuidados intensivos”) creo que ya me he transformado en un incondicional de la
serie.
Como la
extraordinaria novela negra que es, viajé a la Grecia de hace unas pocas
décadas leyéndola para recrearme en “el consabido instinto helénico que siempre
nos atrae hacia lo más irritante, para renegar después de nuestra suerte” (tal
y como le escucho pensar a Jaritos).
“El griego que no piensa que el
Estado le roba y no se cree en el deber de desquitarse, o está loco o no es
griego”.
Las
relaciones humanas entre los protagonistas de la serie, el comisario, su mujer,
su hija, ahora su futuro yerno (Zanis, que le pregunta si sabe lo que significa
no poder hacer nada cuando alguien se está muriendo y a quien le responde: “yo
soy policía y siempre llego cuando ya están muertos”), algunos de los
compañeros de Jaritos… siguen siendo la columna vertebral memorable de estas
novelas. Y, cómo no, el personaje extraordinario que es la esposa de Jaritos,
esa Adrianí celebrada (un ama de casa de las de antes de que un
ama de casa en una novela, en una película, pudiera ser considerado un atentado
machista contra las nuevas buenas costumbres).
“Los tomates rellenos la tienen
acomplejada desde que rivalizaba en habilidades culinarias con mi madre, y tiembla
ante la posibilidad de un fracaso.
[…]
En cuanto pruebo los tomates
rellenos, mis nervios se relajan y mi cólera se desvanece, como por arte de
magia.
-¡Benditas sean tus manos, Adrianí!
Hoy me has hecho el mejor regalo -afirmo entusiasmado.
-Vamos, no me mientas. Les falta
cebolla, ya te lo dije”.
Descubrimos
en Suicidio perfecto que las berenjenas imam (¿) son el segundo
plato preferido de Jaritos, después de los tomates rellenos. Hablo de las
cualidades culinarias de Adrianí (de quien Jaritos piensa que “le encanta cenar
fuera aunque, en cuanto se sienta en la taberna no hay plato que merezca su
aprobación, sólo Dios sabe cómo funciona su cerebro” o que “si reconoces su
sacrificio, olvida sus quejas y se vuelve generosa”).
Jaritos es
como es. No espere uno de él maravillas de corrección política o una altura
moral más allá de su actuación policial encaminada a que la justicia se cumpla
(al menos en cuanto al respeto por la vida humana se trate).
“Cuando tienes que habértelas con
extranjeros, lo mejor es pronunciar la palabra mágica: ‘Policía’. O te abren
enseguida o te disparan”.
Su manera
de recorrer el hilo descarriado que la realidad le oculta a sus investigaciones
es demasiado básica, también en esta tercera entrega, y de ella resulta una
actividad indagatoria que a quien lee le conecta con ese mundo común en el que
suele moverse todo quisque:
“La idea me asalta en el Metro, en
el recorrido de vuelta a la plaza de Omonia. Es una ocurrencia desesperada, de aquellas
que surgen cuando la lógica depone las armas y busca salvación en la sinrazón.
Esa Grecia
democrática tiene en las novelas de Márkaris muy cerca, detrás, pero cerca, la
dictadura, y no es raro leerle a algún personaje decir cosas como esta:
“Antes de la dictadura, cuando te
preguntaban dónde habías conocido a algún miembro del gobierno, decías ‘en la
mili; hicimos juntos el servicio militar’. Después de la dictadura, dices ‘en
los calabozos de la policía; estuvimos juntos en la resistencia’. El conocido
de la mili garantizaba, como mucho, un empleo en la administración pública. El
conocido de la resistencia te hace millonario en menos de cinco años”.
Vuelve a
deslumbrarme el personaje de Zisis, ese
peculiar amigo de Jaritos superviviente de las torturas de cuando los coroneles
griegos, quien “toda la vida había sido fichado por las autoridades y ahora él
también fichaba a las personalidades del Estado y con este espionaje mutuo
alcanzaba cierto equilibrio”.
Claro que
para pequeña lección sobre el pasado reciente de los griegos esta (es
una cita algo larga, pero creo que merece mucho la pena):
“Empeorando, la situación
mejora. Era el lema de uno de nuestros profesores de la academia de policía.
Corría la época que sucedió a la caída del gobierno de Georgios Papandreu, con
las marchas, las manifestaciones y los choques diarios entre la policía y los
estudiantes. Aquel profesor entraba en el aula, se frotaba las manos y decía: ‘Empeorando,
la situación mejora’. En su jerga particular, eso significaba que, aunque el
estado de cosas se deterioraba día a día, en realidad, aquel conflicto
implicaba una mejoría, ya que anunciaba la llegada de la dictadura. Lo repetía
una y otra vez, hasta que sucedió de verdad. Desde luego, difícilmente podemos
afirmar que las circunstancias mejoraron bajo la dictadura, aunque cada uno
entiende a su manera lo que es un mejoramiento”.
En Suicidio
perfecto ‘suenan’ pocas canciones, pero me quedo con una que le viene a la
memoria a Jaritos, una que había escuchado en un taxi tras una reunión con su
jefe Guikas, una que dice:
“Nos lo pasamos muy bien, y eso me aterra”.
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