¿Te gustó más la peli o la novela? Hoy: No es país para viejos

He leído de nuevo a Cormac McCarthy. El dolor es un privilegio una vez más. Literario. No es país para viejos es su novena novela, y fue publicada en 2005. Su título original, No Country for Old Men.

El estadounidense McCarthy, el de los personajes capaces de sentirse “como algo metido en un tarro”.

 

“El hombre cayó al suelo sin emitir sonido alguno. Tenía un agujero redondo en la frente del que salía sangre a borbotones, sangre que le entró en los ojos Llevándose consigo el mundo visible que se desgajaba lentamente”.

 


Es esta una novela sobre la violencia. No cabe duda. Sobre su ausencia y sobre su presencia. Sobre su angustiosa ausencia y sobre su literalmente desgarradora presencia. La violencia ejercida y la violencia sufrida. La violencia impredecible y la violencia predecible.

 

“Una vez un tipo me apuntó con un arma y yo conseguí agarrársela justo cuando iba a disparar y la llave del percutor se me clavó en la parte carnosa del dedo gordo. Todavía se nota la marca”.

 

Violencia en un paisaje real. Real y de pesadilla. De pesadumbre. Un ámbito que la genial escritura de Cormac McCarthy vuelve a evidenciar con esa maestría suya fría, áspera. Tremenda:

 

“Más allá en las acequias huellas de dragones. Las montañas de roca viva en sombras al último sol de la tarde y hacia el este la reluciente abscisa de la llanura bajo un cielo donde colgaban cortinas de lluvia oscuras como el hollín a todo lo largo del cuadrante. Es un dios que vive en silencio el que ha baldeado la tierra adyacente con sal y ceniza. Volvió al coche patrulla y se alejó de allí”.

 

En novelas así, no hay refugio ante el destino que se labran los huesos de los personajes. Porque “los elementos de cierto momento de la historia” no pueden intercambiarse “con los de otro momento distinto”. No se puede disociar el acto de la cosa que lo produce: “hay un motivo para todo”. Y el Bien y el Mal inundando el mundo. Lo uno y lo otro.

 

“Gobernar a los buenos cuesta muy poco. Poquísimo. Y a los malos no hay modo de gobernarlos. Al menos que yo sepa”.

 

Es lo que dice uno de los protagonistas de la novela, cuyas reflexiones de consciencia inundan el libro de McCarthy y lo convierten en un fluido desordenadamente metódico hacia el asombro ante lo genuino de la violencia.

Ese mismo personaje, regreso a la historia, a la Historia con mayúscula incluso, piensa en voz alta sobre el pasado, sobre la verdad. Y dice lo siguiente:

 

“Sé que hay muchas cosas en la historia de una familia que no son hechos probados. De cualquier familia. Las historias se transmiten y las verdades se omiten. Es cosa sabida. Y supongo que alguien podría interpretarlo como que la verdad no puede competir. Pero yo no lo creo. Opino que cuando todas las mentiras hayan sido contadas y olvidadas la verdad seguirá estando ahí. La verdad no va de un sitio a otro y no cambia de vez en cuando. No se la puede corromper como no se puede salar la sal. No puedes corromperla porque eso es lo que es. Es de lo que uno habla. He oído compararla con la roca -quizá en la Biblia- y no puedo decir que discrepe. Pero la verdad estará ahí incluso cuando la roca desaparezca. Estoy seguro de que ciertas personas discreparían de eso. Bastantes personas, de hecho. Pero nunca he podido averiguar en qué creía ninguna de ellas”.

 

La verdad no va de un sitio a otro.

Las historias se transmiten y las verdades se omiten.

Violencia y mentira. La violencia y la mentira recorriendo los días y las noches de un Estados Unidos fronterizo como el polvo que mueve la fuerza del viento. El polvo y la muerte.

Como ese protagonista de No es país para viejos, yo tampoco sé cómo va a terminar nada. O sí. Él cree que uno no ha de cargar con más peso del necesario, que “la verdad siempre es simple”, tanto como para que la pueda entender un niño. Si no, comprenderlo finalmente puede no servir para nada. “Ya sería tarde”.

 

“Las cosas pasan porque pasan. No te preguntan primero. No te piden permiso. […]

No se empieza de nuevo. Ese es el quid. Cada paso que das es para siempre. No puedes eliminarlo”.

 

Lo que no tiene solución no llega a ser ni siquiera un problema: “sólo es un agravante”.

Y hasta aquí la hipnótica novela… Porque hay película.


Ahora la película.

2007, dos años después de la publicación de la novela de Cormac McCarthy, los hermanos Joel y Ethan Coen, estadounidenses también, la adaptaron y dirigieron cinematográficamente. Un metraje de casi dos horas les resultó suficiente y se valieron de la música de Carter Burwell, de la fotografía de Roger Deakins y del reparto encabezado por Josh Brolin, Tommy Lee Jones, Javier Bardem, Kelly MacDonald y Woody Harrelson.

Obtuvieron muchos premios muy distinguidos: 4 Oscar (Mejor Película, Mejor Director, Mejor Guion adaptado y Mejor Actor secundario: Bardem), 2 Globos de Oro (Mejor Guion y Mejor Actor secundario: Bardem), 3 BAFTA (Mejor Director, Mejor Actor secundario, Bardem, y Mejor Fotografía), 1 David di Donatello (Mejor Film extranjero)…

La veo pocos días después de acabar de leer la novela. Me gusta. Creo que es una excelente adaptación cinematográfica del libro de McCarthy, con unos Tommy Lee Jones y Javier Bardem soberbios, imponentes como el buen sheriff atónito ante lo incomprensible y el asesino impenetrable de genuina moral enloquecida. Sí, el largometraje de los hermanos Coen es, también, como la novela, un magnífico vehículo artístico para golpearnos sin hacernos daño, demasiado daño, y permitirnos ver que la vejez no puede ya discernir la extraña realidad imbécil donde vivimos. Que la realidad no está hecha ya para los viejos. Quizá para nadie.

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