El historiador estadounidense Carl L. Becker señaló en un congreso en 1931 “que todos hacemos Historia, aunque no lo sepamos”, nos recuerda Anaclet Pons. Que “cualquier ciudadano ordinario ejerce la profesión de forma inadvertida, con una serie de operaciones que son las propias de nuestro quehacer académico”. Dijo Becker a sus colegas en aquel congreso:
“Nosotros no imponemos nuestra versión
de la historia humana al Sr. Everyman, a la postre es más bien el Sr. Everyman
quien nos impone su versión –nos fuerza, en una época de revolución política, a
ver que la historia es política pasada y, en una época de tensión y conflicto social,
a buscar la interpretación económica. Si continuamos siendo recalcitrantes, Mr.
Everyman nos ignorará, arrinconando nuestras obras recónditas tras unas puertas
de cristal que rara vez abrirá. Nuestra
función característica no es repetir el pasado, sino hacer uso de él, para
corregir y racionalizar para uso general la adaptación mitológica que hace el
Sr. Everyman de lo que realmente ocurrió”.
Una
gran pregunta relacionada con el entorno digital, como veremos, es ¿qué hacemos los historiadores cuando
escribimos historia? Pons responde:
“Utilizamos nuestro método para leer
las huellas del pasado en los documentos e interpretarlas, para lo cual capturamos
fragmentos, los ordenados cronológicamente y los conceptualizamos. Todo eso lo
hacemos narrando, cosa que aprendemos de quienes nos han precedido en la
disciplina y de quienes dominan ese arte, los escritores de ficción,
incorporando en nuestra exposición aquellos vestigios que sirven como elemento
que prueba o corrobora nuestros enunciados. Y ese relato que elaboramos viene determinado por el soporte que lo
transmite, de modo que todo el conjunto de técnicas de representación del
pasado son importantes, desde la crítica de fuentes hasta nuestra manera de
escribir y publicar. Aquí está la cuestión: los nuevos medios tecnológicos permiten nuevas formas de consulta
documental, de escritura, de lectura, de percepción y de comprensión. De lo
que se trata, pues, es de preguntarse si todos esos cambios suponen la
emergencia de nuevas formas de relatar el pasado, distintas de las impresas, en
las que sería posible otro tipo de argumentación”.
Se
trata, en definitiva, de “reconocer tanto el peso de la prueba, la existencia
de una verdad en mayúsculas que pretendemos rescatar, como el componente
narrativo con el que lo logramos”. Documentos, fuentes, pruebas. Y narración,
literatura. Eso es la Historia: literatura probada. La frase es mía. Y sí,
esa dualidad es “la que hace de la Historia una disciplina muy conservadora”. Conservadora debido a “la
sensación de fragilidad que obtiene de su relación con el pasado, de la extrema
dificultad que tiene a la hora de reconstruirlo significativamente, más allá de
los meros datos empíricos, del simple relato cronológico y de las obvias
relaciones causales”. Por eso la Historia es tan prudente, tan reflexiva, “sobre
las consecuencias que podrían derivarse de un cambio precipitado, no bien
sopesado, de las técnicas de representación”. La Historia “trata con la cultura y el patrimonio heredados, aunque a su vez estudie
el cambio social; lo que sucede es que le cuesta adoptar nuevos
instrumentos si no ha podido cerciorarse de que mejorarán su relación con el
pasado, que estarán al menos a la altura de los convencionales, y de que tiene
un método para utilizarlos de manera conveniente y disciplinada. Pero una vez
reconocida la utilidad de nuevos medios, cuando han madurado, la Historia hace
buen uso de ellos, como ha ocurrido con la historia oral, con el registro
fotográfico o con el cine”.
Stefano Vitali lo señaló en 2004, nos informa Pons, “al recordarnos que
nuestro oficio se basa en una
estimulante tensión entre la interpretación que ofrece un historiador individual
y los materiales que utiliza, una tensión que se revuelve con una fuerte
presencia de nuestra voz, que es la que ordena los documentos y la que
extrae de ellos una imagen concreta del pasado que el lector acepta o cuestiona”.
El
historiador, además de mostrar fuentes o debates académicos y disponer todo eso
de una determinada manera, “escribe, aporta su voz, su método disciplinado”: el historiador “es el que da sentido”. No
olvidemos que “el pasado no es algo claramente establecido que se pueda exponer
sin mayor tratamiento. Simplemente, eso no existe, pues el presente desaparece
en el mismo momento que pasa, sin posibilidad de réplica”.
El
autor de El desorden digital reflexiona
sobre aquella brillante idea de Carl L. Becker (“si el historiador hace oídos
sordos y se aparta de lo que la sociedad le demanda, esta acaba por
desentenderse de aquel”). No se trata hoy ya sólo de que todo el mundo haga Historia “de forma inopinada, sino de que son cada
vez más los que la hacen conscientemente. Es lo que ocurre en internet, y
en la Wikipedia en particular, y en la democratización de nuestra tarea. Estos
lugares no solo incluyen trabajos históricos, sino que recogen una especie de
consenso digital sobre el tipo de historia que la gente quiere y busca. Y la
cuestión, como siempre, es cómo y quién lo hace”. La conclusión del autor de El desorden digital es apremiante:
“Algo tendremos que aprender de todo ello”.
¿Cómo hemos leído hasta ahora? Anaclet Pons considera, tras leer a los expertos, que “siempre hemos hecho una lectura parcialmente
fragmentaria, a veces incluso superficial, de los textos a nuestro alcance.
No hay nada nuevo, pues, en la pantalla
digital, excepto el peso que ha adquirido, ni en la forma en la que
recuperamos la información, con la salvedad de que ahora se requieren unas
habilidades que hemos de perfeccionar”. Y cita al historiador especialista en
la historia cultural (sobre todo en la del libro) Robert Darnton, quien en su texto ‘Primeros pasos hacia una
historia de la lectura’ (incluido en su recopilación El beso de Lamourette. Reflexiones sobre historia cultural, de 2010)
nos dice:
“La lectura no se desarrolló en una
sola dirección: lo extensivo. Asumió muchas formas diferentes entre diversos
grupos sociales en épocas distintas. Hombres y mujeres han leído para salvar
sus almas, mejorar sus costumbres, reparar máquinas, seducir a sus amores, enterarse
de los acontecimientos actuales y sencillamente divertirse. En muchos casos,
sobre todo entre el público de Richardson, Rousseau y Goethe, la lectura se
volvió más intensiva, no menos. Pero el final del siglo XVIII en efecto parece
representar un punto de inflexión, una época en la que más material de lectura
fue asequible para un público más amplio, cuando se puede ver el surgimiento de
una masa lectora que creció hasta alcanzar proporciones gigantescas en el siglo
XIX con el desarrollo del papel hecho a máquina, las prensas de vapor, el
linotipo y la alfabetización casi universal. Todos estos cambios abrieron
nuevas posibilidades, no porque disminuyera la intensidad sino porque
incrementaron la variedad”
“Sabemos leer textos, ahora aprendamos cómo
no leerlos”. Quien así habla es el historiador y crítico literario Franco Moretti, a quien resulta
sumamente interesante leer lo que tiene que decir sobre la lectura en el mundo
enredado de hoy (en su artículo de 2000 ‘Conjeturas sobre la literatura mundial’):
“La lectura distante, en la que la
distancia, permítaseme repetirlo, es una condición para el conocimiento, nos
permite centrarnos en unidades mucho menores o mucho mayores que el texto:
recursos, temas, tropos; o géneros y sistemas. Y si entre lo muy pequeño y lo muy
grande desaparece el texto en sí, bien, es uno de esos casos en los que es
justificable decir que menos es más. Si
deseamos comprender el sistema en su totalidad, debemos aceptar la pérdida de
algo. Siempre pagamos un precio por el conocimiento teórico: la realidad es
infinitamente rica; los conceptos son abstractos, pobres. Pero es precisamente
esta «pobreza» la que hace posible manejarlos, y, por lo tanto, saber. Por eso
menos es en realidad más”.
Porque,
efectivamente, seremos recordados,
estudiados, según el modo en que hayamos sido archivados.
Lo
tradicional y lo digital, lo analógico y lo digital, conviven desde hace tiempo
en las vidas intelectuales de quienes leen, peor también en las de quienes
escriben:
“A pesar de las resistencias, a pesar de seguir confiando en los medios tradicionales, un texto presente en la red llega a un número de lectores mucho más elevado que cualquier otro que esté impreso en papel. Y ello al margen de su calidad, que es un asunto muy distinto. Al igual que hemos de reconocer que muchos estudiosos, cada vez más, empezamos un trabajo haciendo una consulta en Google, también hemos de conceder que al menos ojeamos los resultados obtenidos, entre los que están esos textos de libre acceso”.
Esta es la cuarta entrega de mi lectura del libro de Anaclet Pons titulado El desorden digital. La tercera la puedes leer EN ESTE ENLACE.
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