Dios
no existe del todo. Aquella novela inglesa era en realidad dos novelas: si en la
primera Dios gritaba su silencio desde la puerta batiente de una taquilla; en
la otra, Dios era un poeta homosexual avejentado y ridículo. El aliento del
poeta ahogaba. El de Dios se desvanecía dieciséis años después.
El
blues del asteroide repiquetea en la eternidad lamida por miles de millones de
estrellas insomnes. Un despiadadamente lento sonar alimentado por todos los
dioses desaparecidos. Algunos versos persisten pegajosamente enamorados de esa
iluminada oscuridad infinita. Son los restos de la nebulosa que en un breve
instante milenario hipnotizó a muchedumbres de terrícolas. Seres humanos. Y
Dios los respiraba.
Dios
es un poema escrito con sangre. En algunas novelas podemos saber de los humanos
que le adoran, le rezan, le temen, le olvidan. Es un asunto de necesidad. La
necesidad a la que llamamos fe. La fe de la que prescinde la poesía.
El
aliento de Dios no le llega a él aquella tarde junto a las ruinas de una abadía
en el norte de su país. La tarde en la que a su olvido de Dios le derrota su
deseo de retiro monacal. Un monje que ojalá creyera en Dios, como aquel
sacerdote de una novelita española de Unamuno. Dios está en las pequeñas cosas.
No en las enormes. Allí, donde los asuntos siderales, inmortales, Dios es sólo
un anciano poema de amor entre hombres.
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