En el año 2019, el gran Clint Eastwood estrenaba otra de sus películas profundamente morales, Richard Jewell, que toma el nombre de una persona real a la que la realidad le afrentó hace unas décadas en ese paraíso de la estulticia que es Estados Unidos, que es el mundo. Ese paraíso de la estulticia y de la grandeza humana, que estamos hablando de Eastwood.
En poco más
de dos horas, el cineasta Eastwood, ayudándose de un excelente guion escrito por
Billy Ray (basado a su vez en un artículo de Marie Brenner sobre
la peripecia asombrosa, sencillamente repugnante, de Jewell), de la hermosa y
adecuada música de Arturo Sandoval y de la fina fotografía de Yves
Bélanger, así como de las impresionantes interpretaciones de Paul Walter
Hauser, Sam Rockwell y Kathy Bates (principalmente), compone una pequeña
obra de arte en la que cabe todo lo que los seres humanos estamos siendo desde
que, al menos, yo soy uno de ellos. Como Rubén Romero lo afinó
pulcramente en Cinemanía, me puedo ahorrar tener que escribir hablando
de Richard Jewell que “con Clint se hace la magia: solo él es capaz de
mezclar con una facilidad pasmosa géneros tan alejados como el judicial, el
melodrama, el panfleto y, pásmense, la comedia".
El arte de actuar ante las cámaras de los tres protagonistas, no sólo la prodigiosa Bates, es tan singular y tan simple a la vez que los 130 minutos de este film espectacularmente sencillo se convierten en un gran instante de gozo saludable, natural, escueto. Pero no olvidemos que ese arte sólo puede manifestarse si alguien antes ha escrito la historia que otro artista ha de saber rodar con la destreza suficiente para que aquella maravilla pueda ser disfrutable en plenitud.
Sí, estoy
con el crítico cinematográfico Pablo Vázquez (Fotogramas) cuando escribe
de Richard Jewell que es "una obra perdurable y poliédrica, narrada
con un firme pulso clásico, capaz de extirpar la verdad incómoda de cada gesto
y cada frase”.
Una vez más,
gracias, Señor Eastwood.
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