La imaginación es más brutal que la vida: El inocente, de McEwan

En 1990, el brillante escritor británico Ian McEwan publicaba su cuarta novela, The Innocent, traducida cinco años después (con el título de El inocente) al español por Maribel de Juan Guyatt para la editorial española que publica la obra del insigne autor (excepto su primera novela, Jardín de cemento): Anagrama.

Berlín, el Berlín de la posguerra mundial, el Berlín domeñado y renaciente de 1955 (y 1956) es el principal escenario de este drama, de esta singularísima novela de espionaje que en realidad es una novela de amor prendida de una intriga facturada con un artístico ejercicio literario muy propio de la novelística de McEwan.

Leonard, el joven protagonista que llega a la ciudad alemana escindida para ser de inmediato alguien ya “varonil, serio”, aprende velozmente lo que es la auténtica vida lejos de la protección paternal (y maternal, se entiende), también a enfrentarse al nuevo orden mundial en el que dos bloques sociales se miran a los ojos especialmente en Berlín.

“Después de casi dos semanas en la ciudad, durante las cuales había ido de compras, comido, utilizado los transportes y trabajado, su primera reacción de orgullo por su destrucción le parecía pueril y repelente”.

Ese despertar a la realidad está amparado en la conciencia individual surgida de un secreto, de todo secreto. De hecho, hay un personaje de la novela que llega a mantener que fue el secreto el que “nos hizo posibles a los humanos”, pues la posibilidad de cultura sólo pudo nacer cuando fue necesario compartir un secreto.

De la espléndida calidad literaria de McEwan da buena cuenta el siguiente párrafo:

“Era un misterio, que Leonard nunca se molestó en resolver, que el sol de la tarde invernal pudiera derramarse por la puerta abierta del cuarto de baño sobre el suelo entre los dos, una columna oblicua de luz de un dorado rojizo que hacía resaltar las motas que flotaban en el aire”.

Leonard conoce a una alemana llamada Maria, con la que compartirá “hasta el frío cargado de promesas” y de la mano de la cual sentirá “que estaba desprendiéndose de su vida”, todo ello en medio de un abandono delicioso, el maravilloso descubrimiento del amor de pareja:

“Algo manaba de él y a través de su palma penetraba en la de ella, algo subía también por su brazo, se extendía por su pecho y le oprimía la garganta. Su único pensamiento era una repetición: así que es esto, es así, es esto…”

Maria, para la que era maravilloso “no tener miedo de un hombre”, algo que “le daba la oportunidad de quererle, de tener deseos que no fueran simples reflejos de los de él”.

Porque Leonard y Maria enlazan sus vidas proviniendo cada uno de mundos muy diferentes, el de la tranquila Inglaterra él (afligida pero no humillada, donde en Londres, con su “descanso dominical”, “no había tensión ni propósito”) y el de la abrumada y violada Alemania ella. Ella, que como mujer ha vivido el sufrimiento de la derrota de una manera muy especial, cargada incluso de la brutalidad machista invasora.

Me produjo un gozo añadido comprobar que McEwan se recrea en ocasiones mostrándonos el nacimiento del rocanrol y cómo las bases militares estadounidenses en Europa ayudaron a exportarlo, ver cómo el protagonista se va empapando de ese tomarse en serio la música popular como hacían los norteamericanos con las primeras canciones de aquella nueva música. Silencio, suena Rock Around the Clock, cantan Bill Haley and the Comets:

“Para ellos la canción tenía una importancia que no era sólo musical. Era un himno, un rito, que unía a aquellos jugadores y los separaba de los hombres mayores que se quedaban esperando en el campo de juego. Este estado de cosas duró sólo tres semanas, luego la canción perdió su fuerza. Seguían subiendo el volumen, pero no interrumpían el partido. Después ya no le hacían el menor caso. Necesitaban una que la sustituyera, pero no apareció hasta abril del año siguiente”.

En la emisora del Ejército de Estados Unidos, Leonard y Maria disfrutan de Fats Domino, de Chuck Berry, de Elvis Presley, de Carl Perkins, de Little Richard, de Screamin’ Jay Hawkins: “esta clase de canciones les hacía sentirse libres”. Para los dos enamorados, “lo que diferenciaba las semanas y los meses” eran las canciones norteamericanas.




El inocente nos habla también de las historias que han de ser bien contadas, algo de lo que el escritor McEwan sabe muchísimo (“la imaginación era más brutal que la vida”). Y Leonard:

“Tenemos que hacer que ellos nos crean, tenemos que contar bien la historia.
Ah, bueno, dijo ella. Así que, si vamos a mentir, si vamos a fingir, tenemos que hacerlo bien”.

“Todos tenemos que llegar a reconciliarnos con el pasado”, escribe Maria casi al final de esta inolvidable novela. Sin duda. Más nos vale.

            “Nuestro amor tal y como era”.

Coda:

En 1993, el director británico John Schlesinger dirigió la versión cinematográfica de la novela, cuyo guion fue escrito por el propio McEwan. ¿Mi opinión? La película es incapaz de acercarse al alma literaria del libro. Quizás, si se es capaz de entenderla, de apreciarla, sin compararla con la novela, merezca la pena. Pero me temo que no. 

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