Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX, publicado en 1986 y reeditado treinta años después
tras el regreso de su autor a un texto que mereció algunas correcciones,
mejoras, ampliaciones, es un libro asombroso escrito por el musicólogo
estadounidense Greil Marcus, un reconocido experto en la música pop, un
sabio del rock. Rastros de carmín es pura historia cultural, un
vibrante análisis del espíritu humano que alumbrara —quizás sin conocer bien el
correcto hilo histórico del que proviene— la música punk a mediados de
los años 70 del siglo XX. Un hilo histórico que Marcus se encarga de enmarañar
lo suficiente, por otro lado, como para que uno quede exhausto al leer esta
bárbara demostración de que lo erudito puede quedarse en mera evanescencia
deslumbrante, instantánea.
“El pasado es otro país,
un bonito lugar para ir de visita pero en el que no querrías vivir”.
Marcus escribe por supuesto sobre música, pero no es
este ensayo un ensayo estrictamente musical. Advierto:
“La música busca cambiar
la vida; la vida sigue; la música queda atrás; eso es lo que queda para que
podamos hablar de ello”.
[...]
Los Sex Pistols parecieron ir detrás de
un proyecto, escribe Marcus: si en su primer single, con aquella
conmoción que fue la canción Anarchy in the UK (noviembre de
1976), maldecían el presente, en el segundo, God save the Queen
(mayo de 1977), maldecían el futuro: No future, no hay futuro
(ni para ti, ni para mí).

El recorrido vital de los Sex Pistols
pareciera haber tenido lugar “en el reino en el que la gente vive realmente”,
pero Marcus se pregunta si no ocurrió únicamente en “el reino simbólico del
mundo del pop”. Ellos que fueron un timo, como propagó su creador, Malcom
McLaren, eran algo construido de manera meticulosa para probar que “la
totalidad de las proposiciones hegemónicas admitidas comúnmente acerca de cómo
se suponía que tenía que funcionar el mundo, encerraban un fraude tan completo
y venal que se exigía ser destruido más allá de los poderes que la memoria
tuviese para recordar su existencia. En medio de esas cenizas todo sería
posible, todo estaría permitido: el más profundo amor, el crimen más fortuito”.
[...]
Hacia mediados de la década de 1970, el
rocanrol se había vuelto petulante y, elevado a la categoría de arte como
estaba, “se volvió tímido”. Aquel espíritu que atrajo desde mediados de los 50
del siglo pasado tanta atención había sido reemplazado “por un culto a la
prudencia, la responsabilidad y el virtuosismo”. Todo eso ocurría al tiempo que
se esparcía por el mundo otra profunda crisis del sistema capitalista.
“Los que más se habían
quejado cuando no había nada de que quejarse disfrutaban ahora de lo lindo”.
El rocanrol se había convertido “en un hecho social
ordinario, como un viaje en tren al trabajo o el proyecto de construcción de
una autopista”, era ya “un hábito, una estructura, una opresión invisible”.
En aquellos años, “en el mundo del pop el tiempo se detenía”. Los Sex
Pistols vinieron a destruirlo, al rocanrol. No sólo al rocanrol, que conste.
“Eran fans a pesar de sí mismos” y no tenían más arma que tocar rocanrol, al
que “desnudaban hasta dejarlo en una esencia de velocidad, ruido, furia y
júbilo maniaco que nadie había alcanzado jamás”. Lo que hicieron fue “usar
el rocanrol como un arma contra sí mismo”. La razón de que consideremos que
el sonido de los Sex Pistols era “un sonido nuevo que trazaba una línea
divisoria entre él y todo lo que había aparecido antes” es que era un sonido
irracional que, como sonido, no parecía tener el menor sentido: parecía que
no hiciera otra cosa que destruir. El punk actuó, en ese sentido de línea
divisoria como hiciera Elvis en 1954 o los Beatles en 1963. Aunque muchos
seguidores de Chuck Berry, de los propios Beatles, James Brown, la Velvet
Underground o Led Zeppelin, o los Who, los Stones o Rod Stewart no creían que
la música de los Sex Pistols fuera en absoluto música, por supuesto no lo
consideraban rocanrol, había un reducido grupo de degustadores de la música
rock que consideraba “que se trataba de lo más excitante que había oído jamás”.
[...]
La novedad era que, a diferencia
del rocanrol de los años 50, recién nacido, ahora a mediados de los años 70, sí
había sensación de fin del mundo. Los antecedentes de la música punk se
han buscado en Chuck Berry, en los Kinks, en los Who, en los grupos americanos
de garaje, en la Velvet Underground, en los Stooges, en los New York Dolls,
también en David Bowie, en Roxy Music, en Mott The Hoople, en la escena
artística neoyorquina nacida poco antes de 1975, con The Ramones a la cabeza;
pero lo que hicieron los Sex Pistols fue llevar todo lo más ruidoso y radical
de aquellas propuestas mucho más allá, hasta el punto de que lo que crearon, el
punk, no pretendía ser sólo un género musical. Pretendía ser un rechinar de
dientes como manifestación explícita del odio hacia el lugar y la época en que
uno se encuentra, quería ser algo muy dadaísta (siendo el dadaísmo “la negación
absurda que no quiere consecuencias”), por cierto: “la nota sostenida hasta
el disgusto que se convierte en algo alegre”.
Este texto pertenece a mi artículo ‘Cuando todo iba a ser
posible: el punk y una historia secreta del siglo XX’, publicado el 31 de
agosto de 2020 en Analytiks, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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