Diecisiete años después de su estreno, he
visto recientemente una obra maestra cinematográfica, de esas que
podemos considerar sin lugar a dudas un auténtico clásico de los que beben del
cine clásico para hacer sencillamente cine: la película estadounidense Cold
Mountain.
De unos ciento cincuenta minutos de
duración (pareciera en algunos breves instantes de metraje excesivo, si acaso),
apuntalada en un exquisito diseño de producción, estrenada en 2003 (el año en
el que en los Oscars arrasara la película de Peter Jackson El Señor de los
Anillos: el retorno del Rey), escrita y dirigida por el cineasta británico Anthony
Minghella (que adaptaba la novela homónima de Charles Frazier,
publicada en 1997 y basada en personajes y situaciones reales), espléndidamente
fotografiada por John Seale y con la estupenda música de Gabriel
Yared (algunas canciones las canta Jack White, uno de los actores
del film, y una de ellas Alison Krauss), Cold Mountain conmueve
con su historia de amor y su delicada manera de revelar la ruindad agravada por
las guerras.
Es un film soberbiamente interpretado por
Jude Law, Nicole Kidman (su actuación es magistral), Renée Zellweger
(Oscar a la Mejor Actriz secundaria), Brendan Gleeson, Ray Winstone, Donald
Sutherland, Natalie Portman o Philip Seymour Hoffman, entre otros.
En 2015, publiqué en la revista Anatomía
de la Historia que dirijo un fabuloso artículo escrito por Fernando
Martínez dedicado al film, que lleva por título ’40
razones para ver Cold Mountain’ en el que el autor de La guerra
de Secesión y 150 imágenes de la guerra de Secesión, para quien el
largometraje de Minghella es “un retrato veraz y duro de la Guerra Civil
estadounidense” que “habla de una guerra antigua, la de siempre”, escribía
cosas como esta:
“Existe
en Cold Mountain un constante dualismo. ¿Qué les parece el
enfrentamiento entre intelecto y naturaleza? ¿Qué es más gratificante,
ordeñar una vaca o tocar el piano? Apurada dualidad con el telón de fondo de
una guerra civil”.
O estas:
“Cold
Mountain es también Tara, Los Doce Robles o, si me lo permiten, Macondo. Más
que un lugar físico es una aspiración para aquellos que luchan en una
guerra lejana y sin sentido, el hogar al que vuelve el soldado Martin Guerre o
James Sommersby.
Cold
Mountain no es más que un peregrinaje, el del ser humano, tan antiguo como
el mismo mundo. Ulises vuelve a casa donde le espera pacientemente
Penélope, como Leopold Bloom y Nolly o, como en nuestro caso, Inman en busca de
Ada. La guerra, la muerte, el amor, la razón frente a la fe o la civilización
frente a la barbarie son meros adornos del decorado”.
Luego están los críticos
cinematográficos, que pasan del demérito ("cruce un tanto ortopédico entre
filme de gran espectáculo, lo es cuando muestra la guerra, los combates, los
destrozos, y peripecia intimista y amorosa, la conjunción de estas dos lógicas
no logra siempre funcionar convincentemente en la pantalla") escrito por Casimiro
(Mirito) Torreiro para El País al elogio sopesado ("Minghella
reinventa con belleza La Odisea. Cold Mountain es una película
dura, excelente, hermosa y romántica: todo resulta veraz y humano”) que dejara
dicho Carlos Boyero en El Mundo.
“Lo que hemos
perdido no se devuelve nunca”.
Comentarios
Publicar un comentario
Se eliminarán los comentarios maleducados o emitidos por personas con seudónimos que les oculten.