Para el pedagogo Anthony Peterson,
profesor adjunto de la Universidad Nazarena de Trevecca, “no hay características
personales, ni virtudes, vicios o valores consecuentes del color de la piel”.
Nos lo cuenta la experta en divulgación educativa Sofía
García-Bullé, de la Universidad de Monterrey (en ‘¿Por qué nos quedamos cortos
al enseñar sobre racismo?’. Observatorio de Innovación Educativa, 21
de julio de 2020).
Peterson considera que una educación
para la justicia racial ha de hacer algo que no hace: atender realmente las
raíces del racismo y los problemas causados por él. Lo que se enseña a los
alumnos en las escuelas es que la raza existe, pero que no importa, cundo
lo que ocurre en la vida real, en el día a día, es la indudable evidencia de
que ocurre al revés. “La raza no existe, pero sí importa”.
Existe una
injusticia social que está basada en eso que la ciencia sabe que no existe, la
raza. Pero ese argumento (las razas no existen), empleado por sí solo,
no es suficiente para combatir al racismo. Porque las razas no existen, pero
el racismo sí existe, apunto yo.
Existe,
como dice García-Bullé, una verdad social, la “de los millones de personas que
son devaluadas diariamente por un concepto sin validez científica, pero con un
peso social tan grande que divide a la humanidad de acuerdo a un
criterio tan absurdo como absoluto: el color de la piel”.
Conozcamos la raíz histórica del racismo y expliquémoselo a los
niños y las niñas en la escuela y en los institutos. Y recordémoselo en las
universidades.
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