Mi padre

¿Has visto alguna vez a alguien quemar la vitola de un puro en un cenicero de cristal? ¿Has visto la sonrisa de ese alguien mientras termina de fumarse ese puro y a ti está a punto de gustarte el olor de todo ello? El olor de una tarde de domingo inequívocamente tuya, atada ya para siempre a lo que quiera que estés siendo.

Una tarde que la muerte tan cercana, sigilosa, pertinaz e impertinente, te la trae como un consuelo de vida inmensa. Es así la muerte.
Aquellos domingos de transistores, de permanentes en las mujeres, de miles de niños llenando las calles de las ciudades, de nuestros paseos en Villaverde Bajo, incansables y pronto en el campo que ya no existe. Que ya no existe.

A mi padre la severa reciedumbre castellana de sus ancestros no le sentaba bien. Él la supo esconder detrás de esa sonrisa que es en el interior de mi propia vida un baile eterno suyo con mi madre en el restaurante de Suances donde se casó uno de mis primos mayores. Aquellos tiempos en los que Ricardo era para mí un pequeño gigante sencillamente bueno, como lo son todos los seres humanos que han transmitido de padres a hijos la necesaria simpleza de no quererle hacer nunca daño a nadie.

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