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El viaje

Ir y venir. Vas y regresas. Como un péndulo imperfecto de rara consistencia. Raíles bajo tierra y raíles bajo los cielos. Máquinas para engañarle al tiempo y surcar el espacio. Máquinas distantes de la naturaleza lo suficiente como para que en su artificio provoquen un cambio de apariencia eterna. Circular. Máquinas sobre raíles, metal y electricidad, electrónica y segundos arrebatados al futuro.

Vas y regresas a tu oficio. Vas y regresas a tu hogar. Vas a tu oficio y regresas a tu hogar. Vas a tu hogar y regresas a tu oficio. Vaivén, tiempo profanado y mentirle al espacio. El lenguaje de los trenes. Tus lecturas en el interior de los trenes, escritas en el lenguaje de los humanos detenidos entre vaivén y vaivén. Humanos expertos en la quietud de la escritura inmóvil movilizadora de los sentimientos encerrados en las palabras.

Viajas hacia tu hogar desde tu oficio y lees un libro. Se obra el milagro, nuevamente, el milagro del silencio de las máquinas surcando el espacio, falsificando el tiempo. Ese silencio sobre el que el sosiego de un estrépito escrito en otro tiempo rebasa tu vaivén y se posa con delicado riesgo dentro de tu imaginación.

Una mujer te cuenta desde el interior del olvidado traqueteo del tren cómo se hacían las cosas en el pasado. Y tú viajas sin máquinas ni raíles ni horarios a un espacio y un tiempo en el que los trenes no podían existir todavía. No había bastado con imaginarlos para que cabalgaran, cabales pero como enloquecidos, desde los días de los ritmos animales hasta esta tarde de hoy en la que tú lees que una mujer no necesitaba el enamoramiento para perdurar en la vida.

Cuando el tren se detiene y tú desciendes de él, la novela queda suspendida en el lugar donde los libros nos esperan sin esperanza, como pequeños animales acostumbrados al albur de nuestras caricias. Regresas a tu hogar. El libro viaja contigo. No necesita el vaivén para obrar sus pequeños milagros.

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