La señorita
Maricarmen, don Ángel y don Francisco, la señorita María Teresa: maestros con nombres de maestros, maestros
que lo fueron en la agonía del Dragón, cuando los días de escuela, cuando mi
clase era una pared con dos muertos y un vivo, antes de ser una pared con tres
muertos, aquellos tiempos del atado y bien atado, los de los aviones que
pintaban Viva Franco, años del final de la paz de los cementerios, los
tiempos de mis maestros, de mis maestras, de la señorita Sabina y la
señorita Cecilia, nobles en su oficio de profesor, oficio que si es un arte
les cambia el nombre y les llama maestros; maestros de mis ocho años, de mis
trece años, de mi feliz niñez madrileña: porque quiero recordar que fui un niño
feliz, un niño feliz que no sabía que no podía serlo, un niño feliz que sabe
que no era fácil serlo, un niño feliz que ahora sabe muchas cosas, por ejemplo,
quiénes eran aquellos tres muertos, José Antonio, Jesucristo y Franco, siempre
en la pared, detrás de los maestros.
[...]
Llegaban cometas a las clases
y los niños se despertaban
de su letargo de posguerra,
pero los maestros eran ya otros,
supervivientes de un holocausto magistral.
La lengua de las mariposas
era todavía una lengua muerta,
asfixiada por los platillos volantes
que estaban a punto de salir de Marte
para darle color al gris mortecino
de aquellos días de escuela
y sus crucifijos de sangre auténtica.
Yo fui al colegio en pantalón corto,
muerto de miedo,
y aunque no puedo recordarlo
sé que de aquellos días
salí venciéndole al futuro,
ingenuamente incrédulo,
capaz para siempre
de equivocarme con destreza.
[...]
(Los buenos profesores) enseñan a aprender con la inteligencia y el pasado a
cuestas, mirando al frente, al más allá de los saberes valiosos; les enseñan a
aprender a ellos que no saben todo lo que saben ni que todo lo que saben es
sólo el principio de un infinito sin fronteras; nos enseñaron a aprender y les
llamamos maestros, nos enseñaron a prender con fuerza el presente y a emprender
el futuro, usaban palabras nuevas que tenían siglos de una antigüedad hermosa, gastaban
sus zapatos mientras nos explicaban para qué sirven las cosas de apariencia
inútil y por qué el saber ocupa un lugar enorme que podría llenar el Universo o
restablecer el tiempo en el que no existíamos ni ellos ni nosotros, ni su
enseñanza ni nuestro aprendizaje.
Este
texto pertenece a mi artículo ‘A mis maestros: la lengua de las mariposas’, publicado el 22 de marzo de 2020 en Periodistas
en Español, que puedes leer completo EN ESTE
ENLACE.
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