La segunda temporada de la serie televisiva La
peste (titulada La mano
de La Garduña) ahonda en una Sevilla esplendorosamente decrépita,
lúgubre en su opulencia, una Sevilla
de hace más de cuatro siglos en la que ocurre lo que Alberto Rodríguez y Rafael Cobos han puesto delante de nuestros
ojos.
Los seis episodios de La mano de La Garduña, dirigidos por Alberto Rodríguez
o David Ulloa con un (a mi modo de
ver flojo, insuficiente, aunque bien escenificado) guion escrito por Rafael
Cobos, José Rodríguez Suárez e Isabel
Peña (siguiendo el argumento de Cobos, también director creativo, y Fran Araújo), sus 300 minutos, están
espléndidamente fotografiados por Andreu
Adam Rubiralta, y ahí radica lo fundamental de esta entrega cuyo director
artístico, también espléndido, es Pepe
Domínguez del Olmo.
Si lo que nos cuenta La
mano de La Garduña carece a mi modo de ver de interés no es por culpa del
cómo se nos cuenta lo que vemos y escuchamos (en esta temporada sí vemos y
escuchamos todo lo necesario), más bien al contrario, porque es en esa forma visual y sonora (la música, que
vuelve a ser de Julio de la Rosa, luce también más que correctamente) en
la que reside toda la fuerza de la segunda entrega de La Peste. En ella y en varias interpretaciones extraordinarias, las
de Patricia López Arnaiz, como
Teresa Pinelo, pero sobre todo las de Jesús
Carroza, como Baeza, y Estefanía de
los Santos, como María de la O, ambos inconmensurables, no hay más que ver
la mirada, esos ojos, de Carroza a lo largo de los seis capítulos, aunque también
son muy destacables las de Luis Callejo
como Conrado, Manuel Morón como
Arquímedes y Julián Villagrán como
el Flamenco.
Luz en la oscuridad, una luz que nos recuerda lo que el (muy) elemental argumento de La mano de La
Garduña quiere como esencial: que si naciste para martillo del cielo te
caen los clavos. Luz en la oscuridad, ya digo.
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