He leído la más reciente novela de uno de los
mejores escritores de nuestro tiempo, Tiempos recios, de Mario Vargas Llosa,
y ahora que me dispongo a escribir sobre ella caigo en la cuenta de que no he
leído la suya anterior.
Pero eso no importa, hace años que el Nobel de
Literatura nacido en Perú me decepciona, quizás desde su última obra memorable,
la que cerró el ciclo de una novelística inmejorable, vertiginosa en cuanto a
categoría literaria, La fiesta del Chivo.
Publicada en este año 2019, Tiempos recios no es una gran novela.
Como muestra de su (escasa) valía artística, voy a tratar de explicar su
argumento, el hilo esencial de su razón de ser, mediante el uso de citas
estrictas de su contenido. Un contenido más propio de un excelente reportaje
periodístico, de revista lujosa, como me pareció el de otra novela suya que no
fui capaz de acabar, El sueño del celta,
el principio del fin de mi idilio con uno de los escritores que más me han
hecho disfrutar en mi vida.
Escrita con la facilidad notable de escritor
consumado que sigue desparramando Vargas Llosa en los libros que viene
publicando en los últimos casi veinte años, a Tiempos recios no le alcanza el interés para que yo me vea capaz de
recomendársela a nadie que no sea un consumado seguidor de las novelas del
autor de joyas literarias universales como Conversación
en La Catedral, Lituma en los Andes,
La Tía Julia y el escribidor, La casa
verde, El hablador, La guerra del fin del mundo…
Guatemala, mediados del siglo pasado. Allí nos
vamos. Hacia ese país centroamericano nos hace viajar Vargas Llosa…
[...]
¿Quién es el protagonista de esta novela? Tal
vez el guatemalteco Jacobo Árbenz Guzmán.
Un personaje de existencia real que es dibujado levemente aquí como un
personaje de ficción pero que es pincelado de manera excelente como el
personaje histórico que con casi toda certeza fue en realidad.
El presidente Árbenz (“un hombre alto y bien
plantado, de maneras elegantes”, lo describe Vargas Llosa) “estaba seguro de
que la Reforma Agraria cambiaría de raíz la situación económica y social de
Guatemala, sentando las bases de una
sociedad nueva a la que el capitalismo y la democracia llevarían a la justicia
y la modernidad. «Ella permitirá que haya oportunidades para todos los
guatemaltecos, no sólo para una minoría insignificante como ahora», repitió
muchas veces”.
“De joven, Árbenz
rara vez pensó en los problemas sociales de su país: la situación de los
indios, por ejemplo, el puñadito de ricos y la inmensidad de pobres, y la vida
marginal, vegetativa, que llevaban las tres cuartas partes de la población, la
distancia astral entre la vida de los indígenas y la de la gente acomodada, los
profesionales, hacendados, dueños de comercios y compañías. Había tardado mucho
en comprender que sólo un puñado de sus compatriotas disfrutaba de los
privilegios de la civilización, y en entender que era preciso ir a la raíz del
problema social para que aquella situación cambiara y los privilegios de la
minoría se extendieran a todos los guatemaltecos. La llave era la Reforma
Agraria”.
La Guatemala en la que nació y creció Árbenz
era una “sociedad cargada de prejuicios racistas que no sólo ignoraba sino
además despreciaba a esos millones de indios mantenidos de espaldas de la
civilización”. Como muchos otros, él supo ver la necesidad de “cambiar la
estructura feudal que reinaba en el campo, donde la inmensa mayoría de
guatemaltecos, los campesinos, carecían de tierras y trabajaban sólo para los
hacendados ladinos y blancos, por sueldos miserables, en tanto que los grandes
finqueros vivían como los encomenderos en la colonia, gozando de todos los
beneficios de la modernidad. ¿Qué hacer con la United Fruit, la Frutera, el
famoso Pulpo? Se trataba de una gigantesca compañía que, por supuesto, había
conseguido, gracias a la corrupción de los gobiernos de Guatemala —los
dictadores sobre todo—, unos contratos lesivos que ninguna democracia moderna
aceptaría. Por ejemplo, que estuviera exonerada de pagar impuestos”.
[...]
Leemos en Tiempos
recios que “fue una gran torpeza de Estados Unidos preparar ese golpe
militar contra Árbenz poniendo de testaferro al coronel Castillo Armas a la
cabeza de la conspiración. El triunfo que obtuvieron fue pasajero, inútil y
contraproducente. Hizo recrudecer el antinorteamericanismo en toda América
Latina y fortaleció a los partidos marxistas, trotskistas y fidelistas. Y
sirvió para radicalizar y empujar hacia el comunismo al Movimiento 26 de Julio
de Fidel Castro. Éste sacó las
conclusiones más obvias de lo ocurrido en Guatemala”.
Castro aprendió de Guatemala que “una
revolución de verdad tenía que liquidar al Ejército para consolidarse, lo que
explica sin duda esos fusilamientos masivos de militares en la Fortaleza de la
Cabaña que el propio Ernesto Guevara dirigió. Y de allí saldría también la idea
de que era indispensable para la Cuba revolucionaria aliarse con la Unión
Soviética y asumir el comunismo, si la isla quería blindarse contra las
presiones, boicots y posibles agresiones de los Estados Unidos. Otra hubiera
podido ser la historia de Cuba si Estados Unidos aceptaba la modernización y
democratización de Guatemala que intentaron Arévalo y Árbenz. Esa
democratización y modernización era lo que decía querer Fidel Castro para la
sociedad cubana cuando el asalto al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 en
Santiago de Cuba. Estaba lejos entonces de los extremos colectivistas y
dictatoriales que petrificarían a Cuba hasta ahora en una dictadura anacrónica
y soldada contra todo asomo de libertad”.
[...]
En medio de la esencia del libro de Vargas Llosa
hay novela, por supuesto que sí, sin que esa novela que hay en su interior
convierta completamente a Tiempos recios
en una novela. Uno de esos personajes de
novela hace una reflexión destacable que está digamos en la médula de lo
que yo he creído ver como núcleo justificativo de la existencia del propio
libro, una reflexión en torno a lo que es probablemente el ser humano, “una
idea muy pobre” del mismo:
“Pareciera que en
el fondo de todos nosotros hubiese un monstruo. Que sólo espera el momento
propicio para salir a la luz y causar estragos”.
Pero, si hay una protagonista de ficción en
esta novela, tan poco ficticia, tan poco
novela, tan ensayo historiográfico con apariencia de novela, esta es Miss Guatemala, Marta Parra de Borrero, que tenía una “mirada tranquila, fija,
penetrante, que se posaba sobre las personas y las cosas como empeñada en
grabarlas en la memoria para toda la eternidad. Una mirada que desconcertaba y
asustaba”. Quédate con ese nombre, Marta Parra de Borrero, porque quizás sea el
único personaje ideado por completo para la trama de Tiempos recios, un libro interesante para conocer la historia de
Centroamérica y el Caribe en el siglo XX pero prescindible para ahondar en la
literatura genial de uno de los más grandes escritores de todos los tiempos.
¡Qué pocas veces se leen en la novela de
Vargas Llosa hallazgos literarios de la calidad del momento en el que alguien
visita a un compañero de armas en un hospital para hallarlo “triste como una noche”! Pocas no, casi
inexistentes. Y eso es algo que en una novela se echa muchísimo de menos. Salvo
que lo que se haya leído sea un libro de Historia, que no deja de ser una obra
literaria a la que no se le exige que roce con elegancia las alturas narrativas
del lenguaje poético con las argucias de la ficción asentada en la credibilidad
de lo plausible.
De lo que no cabe duda es de aquello que ya
sabíamos gracias al propio Mario Vargas Llosa (y su ensayo —este sin duda sí,
aunque disfrazado de intercambio epistolar, semifabulado pues— de 1997, Cartas a un joven novelista), que “la invención químicamente pura no existe
en el dominio literario”.
El escritor de Conversación en La Catedral me ha dado la clave de todo esto, de
qué leemos cuando leemos ciertos libros. Y de qué espera uno cuando lee un
libro. En una de las presentaciones de Tiempos
recios, Vargas Llosa dejó estas frases para la posteridad, unas frases que
muy bien podrían formar parte de mi próximo libro, donde explico lo que es en
realidad la Historia y cuál es su utilidad:
“Los novelistas
tienen una gran ventaja sobre los historiadores: lo que no saben pueden
inventarlo. Y esto es lo que he hecho yo: sobre un telón de fondo histórico, he
añadido muchas cosas. ¿Significa esto
que las novelas mienten? Creo que no. Completan la historia”.
¿Y qué ocurre, don Mario, cuándo uno no sabe
qué es lo que lee cuando lee un libro, qué es verdad en el sentido buscado por
el autor y qué es mentira sólo a sabiendas del propio autor? ¿Qué puedo creer
yo cuando he leído Tiempos recios que
realmente pasó en Guatemala en aquellos años? ¿Qué es lo que sé, y qué es lo que sé
mal? Porque cuando uno lee una novela, efectivamente, cómo usted muy
bien mantiene, uno sólo busca la credibilidad de las ficciones. Pero cuando uno
lee un libro como este suyo, escritas las más de sus páginas con las
características evidentes de los libros que escribimos los historiadores cuando
escribimos libros de Historia, no espera que la ficción aparezca allá donde al
autor más le convenga sin darnos las claves para comprender ese galimatías en
el que cientos de datos concretos y explicaciones plausibles de causas y
efectos históricos se nos muestran sin saber cuáles son escritos a ciencia
cierta y cuáles han salido de su excelente caletre de escritor de mentiras
hermosas.
Este texto pertenece al artículo ‘Vargas Llosa explica la causa de
los mayores males de Latinoamérica', publicado el 1 de noviembre de 2019
en Nueva Tribuna, que puedes leer completo EN
ESTE ENLACE.
La novela histórica una manipulación del lado de los vencidos, sólo la perdona el estilo
ResponderEliminar¿De los vencidos? En cualquier caso, si es novela ya es una manipulación. Dichosa manipulación cuando da en ser literatura.
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