¿Hacia dónde va el tiempo? ¿Desde dónde nos llega? ¿Caminamos con él, a su lado?
¿Actuamos a la vez que él hace lo que quiera que haga?
El tiempo se incrusta en nuestras
vidas, a la vez que nosotros nos impregnamos de él atravesando su fluir inconmensurable.
Sin medida, el tiempo se deja atrapar
en aparatos que lo distraen de su fulgor imprevisible y elástico. Y una vez
congelado en esas máquinas, se escapa de esa realidad ilusoria para marcar a fuego la verdadera realidad afanosa
con su devenir incesante.
Es el tiempo pretéritos perfectos, imperfectos, pluscuamperfectos; es futuros, de subjuntivo delatar las
ruinas y aplaudir la belleza incólume, o de indicativo subsanar los errores o
grabarlos en aguas turbulentas; lo que nunca es es presente porque el presente va y viene y nunca se posa sobre nada,
de tal manera que al tiempo nada le importa esa actualidad efímera y carente
del valor que él, el tiempo, aporta a cuanto sucede, a cuanto imaginamos y
soñamos, a cuanto podría haber sido hecho, sido hecho.
Cuando disfrutamos, el tiempo nos engaña y se escurre entre nuestros
dedos. Si sufrimos, entonces el muy taimado se aferra a nuestras ansias
para hacerlas crecer y crecer plomizo él mismo sobre ellas. El tiempo atraviesa
nuestras vidas diciéndoles a nuestros cerebros lo que a él le viene en gana,
según nuestros cerebros nos eleven por encima de la realidad por medio de la
excitación del placer o según nos defiendan de ella diciéndonos lo que queremos
escuchar.
Este texto pertenece
al artículo ‘Desde el pasado amortizado
al futuro abierto: el tiempo’,
publicado el 31 de marzo de 2019 en Periodistas en Español, que puedes
leer completo EN ESTE ENLACE.
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