El insulto libanés y el sufrimiento (y el odio)

El insulto no es una parodia, aunque a veces su extremada simpleza caricaturesca embadurnada de tragedia dramática nos haga dudar.

Encierra algunas lecciones históricas y una pequeña moraleja que dudosamente guardaré en mi memoria porque ya estaba en su interior antes de verla. No sé si me explico. La moraleja es que se puede ser bueno en medio de la confusión producida por las políticas de odio. Algo así.

Uno de los personajes de la película libanesa dirigida por Ziad Doueiri en 2017, que representa a un dirigente político del Partido Cristiano (no he podido saber cuál es hoy en día ese partido así nominado durante toda la película en su versión española), dice algo sobre lo que no obstante conviene reflexionar y quizás esa sea la excusa magnífica para considerar El insulto una película que merezca la atención:
 
“No podemos cambiar el pasado. Sí que podemos recordarlo. Pero no podemos vivir en él. Ni permitir que nos domine inútilmente, porque… ¿después qué? La guerra ha terminado”.

La lección, porque esa es la finalidad de este tipo de películas, servir de lección, es que, poniendo como marco protagónico la terrible realidad libanesa de los últimos decenios, la convivencia es imposible cuando no ha habido una reconciliación y casi cualquier detalle puede ser nueva gasolina para hacer arder el fugo aún encendido.

El insulto es una película sobre el sufrimiento y el derecho al sufrimiento. Sobre el odio y el derecho al odio. Aunque, como dice uno de sus personajes:

            “Nadie tiene el monopolio del sufrimiento. Nadie”.

Escrita por el propio Doueiri y por su compatriota la guionista Joelle Touma, los dos principales actores de esta película, que me ha dejado un sabor agridulce tras haberla contemplado con sumo interés a lo largo de su metraje preciso, son el libanés Adel Karam y el cineasta palestino Kamel El Basha.

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