Ayer acudí
a conocer al historiador Manuel Montero en
su presentación madrileña del libro con el que mereció y obtuvo el XXIV Premio
Internacional de Ensayo Jovellanos: El sueño de la libertad.
Mosaico vasco de los años del terror.
De entre lo
mucho que aprendí que sabía y de cuanto aprendí por primer vez quiero resaltar
una idea, aquella que dice que la historia, entendida
como el conocimiento del pasado que tiene la sociedad civil, no determina,
simplemente invita. El pasado aprendido, recordado, no condiciona el presente
ni el futuro, sólo enmarca a uno y muestra al otro. Luego, además, y como un
titánico trabajo de Sísifo, está el oficio de historiador, capaz de distinguir las coyunturas
en que suceden los acontecimientos, es decir, las causas estructurales, de la
voluntad humana que acaba por convertir dichas causas en la realidad que da en
ser el pasado.
Una muestra
de lo que digo está en otro libro que ya leí y comenté en su momento, en otro
libro útil, necesario, como el de Montero: Pardines.
Cuando ETA empezó a matar, dedicado
al momento fatídico en el que el vendaval de odio se hizo sangriento y al
tiempo en el que ello tuvo lugar. Un libro del que por cierto se habló también
en la velada de ayer. De él vuelvo a recoger este texto escrito por uno de sus
coordinadores, el también historiador Gaizka Fernández Soldevilla:
“Durante los años sesenta hubo
diversos factores que hicieron atractiva la lucha armada a
ojos de los militantes de ETA. En el orden extremo cabe mencionar el franquismo
[…]; también los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo […]; en el
plano interno tenemos el odio derivado de una lectura literal de la doctrina de
Sabino Arana, como su furibundo antiespañolismo, la maniquea y estereotipada
división entre ellos/nosotros, la deshumanización de quienes eran considerados
enemigos, la muy tergiversada narrativa histórica acerca de un secular conflicto entre vascos y españoles,
el deseo de vengar a los viejos gudaris de 1936, el choque
intergeneracional o el ansia de marcar distancias con el pasivo Partido
Nacionalista Vasco (PNV). Ahora bien, por mucho que influyeran en los etarras,
todos estos elementos no determinaron su actuación. Ni estaban respondiendo
como autómatas a una coyuntura concreta ni cumplían con su destino ineludible."
Como ya escribí en otro lugar, resulta evidente que, cuando Txabi Echebarrieta
escogió disparar, como tal vez también lo hiciera en aquel día de
primavera del año 68 su compañero Iñaki Sarasketa, cuando
ETA siguió matando a partir de entonces, como escribió Fernández Soldevilla: “los
etarras hicieron uso de su libre albedrío. Suya es la responsabilidad
histórica”.
La historia, entendida como el pasado instalado en la
comprensión de las sociedades, no determinó a los nacionalistas vascos a matar,
la historia los invitó, y sólo algunos de ellos decidieron hacerlo y con ello
llevar una lluvia incesante de plomo sobre el País Vasco, sobre España.
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