Mecido en
la duda permanente, el historiador ha de aferrarse a cuanto
documento acaba por mostrar su valía, su veracidad,
su manera de atestiguar la certeza. La
manera evanescente de ser verdad que tienen los documentos, las fuentes,
los testimonios del pasado. Con eso trabajamos los historiadores.
Sigo a Enrique Moradiellos
aquí, cuando nos dice que el campo de la Historia “está constituido por
aquellos rasgos y vestigios del pasado que perviven en nuestro presente en la
forma de residuos materiales, huellas corporales y ceremonias visibles, en una
palabra, las reliquias del pasado”.
Frente a la diversidad
de los documentos, de las fuentes, el historiador se muestra en su salsa, se reconoce dentro del
ámbito de la materia de su oficio, el pasado, al que sólo se puede acercar por
medio de tanteos, no de devaneos, de tentativas de remedo. Para el historiador
y filósofo británico Robin George Collingwood, “la materia de conocimiento de
la Historia no es el pasado como tal, sino aquel pasado del que nos ha quedado
alguna prueba y evidencia”, algún documento.
Lo primero que hace el historiador es “descubrir, identificar
y discriminar esas reliquias que pasarán a ser las pruebas, fuentes documentales primarias sobre las que levantará su
relato, su construcción narrativa del pasado histórico”, en palabras de Moradiellos. Lo primero que hacemos los
historiadores, nuestra primera tarea es por tanto una tarea heurística: hallar,
descubrir.
En este sentido necesariamente discriminatorio de la labor del
historiador, Justo Serna (en un
artículo para la revista Anatomía de la
Historia, que yo dirijo, titulado “Ojo de pez. Observaciones de Michel
Foucault”) afirma, con buen criterio, que no le gusta (a mí tampoco) “la
erudición sistemática y minuciosa, la documentación exhaustiva que practican
los señores de la exactitud. Los señores de la exactitud, ése era el reproche
que Foucault dedicaba a los historiadores obsesionados con la exhumación de
todos los datos. Prefiero ahora el tanteo, al modo de lo que hacía el propio
Foucault”.
Frente a los documentos
contradictorios, el historiador se adentra en un mundo en el que ha de
poner en práctica todos sus conocimientos sobre el pasado que le han
transmitido otros historiadores que con anterioridad viajaron a aquel espacio
ya inexistente.
En el fondo, en el trabajo de los historiadores subyace algo
inherente a lo que sabemos del ser humano: el
pasado, como el presente que realmente vivimos, está repleto de acontecimientos
que no consienten fácilmente una explicación racional del tipo “claro, como
recibió aquello y escuchó lo otro acabó haciendo esto”. Que la lógica de los
comportamientos humanos, de existir, no sea capaz de explicar cómo y por qué
pasa algo, no quita para que el historiador tenga que ser capaz de hacerlo, de adecuar una forma plausible de exponer las
causas que con probabilidad acabaron por producir los acontecimientos de
apariencia inverosímil. Acontecimientos que son para la historiadora canadiense
Margaret MacMillan “una amalgama
única de factores, personas y cronologías.”
Los hechos históricos son los hechos del pasado “que elige el
historiador para explicar el proceso histórico”. Está bien traída esta definición
de Marc Baldó Lacomba, ya que sirve
de antesala a la clasificación que este historiador hace a su vez de los hechos
históricos, atendiendo a su iteración: los hay reiterados, como nacer, morir…; y luego están los hechos singulares, como por ejemplo la
batalla del Ebro, la creación del califato de Córdoba…
Pierre
Vilar establecía, según nos explica Juan Granados, tres
categorías de hechos, tres tipos de acontecimientos: por un lado, los “hechos
de masas o estructurales: es decir, la constatación de los procesos y
tendencias en la larga duración que atañen a los hombres (demografía), a los
bienes (economía) y la mentalidad y al pensamiento colectivos”, los elementos
básicos de la vida social que incluyen actos de la vida diaria, a decir de
Baldó Lacomba; por otro, los “hechos institucionales: aquellos que
fijan las relaciones humanas en marcos [socio-históricos determinados] desde
los cuales actuar, tales que el Derecho, las constituciones políticas o los
tratados internacionales, hechos destinados a cambiar en el tiempo debido al
desgaste y a las contradicciones sociales que conllevan”, ; y, finalmente, los
“hechos
coyunturales: los acontecimientos puntuales, protagonizados por
personas o grupos de acción u opinión, que influyen en los cambios y explican la
realidad”, son los que vinculan la vida cotidiana a la dinámica de las
sociedades y han de ser entendidos como causas, como consecuencias, o, como
afirma Baldó Lacomba, “como hechos que desencadenan acciones que cambian la
realidad”.
Si no llegamos a estar de acuerdo con el pensador rumano del
siglo XX Emil Cioran cuando dice eso
de que “la historia [el pasado] es, en
esencia, estúpida” es por pura chiripa. O mejor, porque confiamos demasiado
en el ser humano, tal y como la propia Historia, la disciplina, nos enseña.
Este texto pertenece a mi artículo 'Los documentos históricos, las fuentes para escribir
la Historia', aparecido el 12 de agosto en Periodistas en Español, que puedes leer completo AQUÍ (y que forma parte de mi libro inédito sobre la UTILIDAD DE LA HISTORIA).
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