¿Por qué diantres he tenido que
leerme completo este libro? ¿A que es una pregunta que alguna vez te has hecho a
lo largo de tu vida?
Cuando lo mejor de una novela que
acabas de leer, al menos en su edición española, es su introducción (un prólogo
muy posterior no escrito por su autora), poco más se puede añadir de esa
novela. O sí, y es lo que voy a hacer.
El prólogo (la introducción, a decir de
su editor español) es el causante principal de que yo leyera esa novela. El
prologuista mejor dicho. Es obra del gran escritor español Felipe Benítez Reyes. Está escrito en 2011, que es el año de esa
edición que acabo de leer, en español. Y la novela, lo digo ya, es El
hombre que amaba a los niños (publicada originariamente en el año
1940), de la australiana (afincada casi toda su vida en Estados Unidos) Christina Stead, nacida en 1902 y
fallecida en 1983. Una novela recuperada muchos años después de su aparición
que está prologada en una de sus más recientes ediciones estadounidenses por el
magnífico escritor Jonathan Franzen.
El asunto es que... coincide que leo
a Benítez Reyes hablar de ese texto suyo sobre El hombre que amaba a los niños con que un amigo me recomienda, me
invita a leer el libro, me lo presta… Y ya está. Yo voy y decido leerlo. Y
aunque según avanzo en él me digo varias veces que ¿a qué seguir con él?, hay algo en sus frases locuaces, en sus
párrafos titiriteros, en sus capítulos dislocados, que me implica, me invita y
finalmente, de forma inexplicable, me impele. Sí, y leo sus más de setecientas páginas ligeramente aberrantes pero nada
atorrantes.
“Me temo que esta novela es cualquier
cosa menos un cuento de hadas”, nos advierte Benítez Reyes. No. Esta “novela de víctimas” es una novela
protagonizada por un matrimonio en el que él “es un hombre hecho a sí mismo
(que ejerce una) especie de progresismo reaccionario”, y ella “una mujer
destruida a sí misma (que,) donde quiera que ella esté, soplan vendavales de
sombra”. Lo leo en la introducción/prólogo.
No me extraña que de El hombre que amaba a los niños
escribiera la novelista estadounidense Mary
McCarthy al poco de su publicación que era una novela “jadeante,
sobrescrita e incoherente”. Una novela que prometía tanto cuando en una de sus
primeras páginas uno podía leer en ella:
“Cuando
Sam llegó a casa, las estrellas se amontonaban en los huecos del cielo: la luz
de las farolas estaba tamizada por las hojas de los árboles en aquella pequeña
isla de calles entre el río y los parques”.
Una novela en la que la literatura
aparece de vez en cuando con sus palabras mayores, acertadas, únicas,
encomiables:
“Y esa
primavera que aguardaba todavía a que refulgiesen los capullos y a que los
pájaros rompieran el cascarón, era también una primavera temprana, tan joven y
necia que no había poema aún que la ensalzase, una primavera recién nacida, una
primavera pujante, una primavera que murmuraba y se desparramaba, una primavera
con una columna vertical de gelatina”.
No quiero que se crea que el libro de
Stead no atesora virtud alguna. En él hay un perspicaz análisis de una sociedad
compleja, contradictoria, desorientada, muy posiblemente insana. Y flecos de un feminismo nada ramplón pero
tampoco en absoluto pertinaz y omnipresente (de hecho, en su deslavazado cúmulo
de ocurrencias vitales, Stead es capaz de escribir que las mujeres pertenecen a
“esa especie de bandolerismo consustancial género femenino”, sic y resic):
“Henny
era una de esas mujeres que simpatizan en secreto con todas las demás mujeres
en contra de los hombres. La vida era un acuerdo putrefacto: los hombres tenían
todas las de ganar”.
Henny, de hecho, dice de su esposo
Sam, en un pasaje determinante de la condición idiota de las proclamas
aparentemente maravillosas de su esposo:
“Él
habla de la igualdad humana, de los derechos del hombre, sólo habla de eso. ¿Y
qué pasa con los derechos de la mujer? Eso es lo que me gustaría preguntarle.
Está muy bien eso de ser un gran demócrata cuando tienes a una esclava para
sacarle brillo a tus botas”.

“La
vida es una cochina cochinada. ¿Por qué habré nacido?”
Para Henny, la gente “es buena porque no es buena”. Una juerga el libro, ya
digo.
Y Sam (“un niño cuyo único talento
consistía en ser dueño de un aire de amabilidad contagiosa”), quien de él mismo
piensa que es “un soñador de realidades”, finalmente no es más que un enérgico
y vitalista macho machista autocomplaciente al que podemos escucharle decir:
“Con el
tiempo descubrí que la dureza funciona mejor que el amor. Cuando lo descubrí,
casi se me parte el corazón”.
Es un matrimonio dañado desde su origen
en el que la desdicha cumple a la perfección aquel título de un disco de El Último de la Fila, el que decía que “cuando la pobreza entra por la puerta, el
amor salta por la ventana”. Mientras a él, a Sam, “la pobreza le resultaba
hermosa”, pues “había nacido pobre y sabía manejarla”, para ella, para Henny, “era
algo peor que la muerte, que la degradación y que el suicidio”.
Las casas donde vive el matrimonio están, como la propia narradora nos
cuenta, impregnadas “de un drama oculto”. Lo están, aunque cuando nosotros
leemos aquellas vicisitudes lo que contemplemos es una catarata de verborreas
aparentemente cómicas que no tienen maldita sea la gracia. Lo cual puede
mecerle al lector en el desconcierto más lacerante. A mí, por ejemplo.
Hay alguna lección moral en todo este batiburrillo narrativo, pero de
elegir una, rescato la que me parece más asequible para mi deseo de simpleza
emocional. Es algo que dice uno de los personajes que menos protagoniza la
novela:
“¡No
sabemos por qué estamos aquí y me parece que es una buena norma dejar vivir a
los demás hasta que lo descubramos!”
“Concluyo
refutando un de las frases que la narradora Stead suelta en esta novela casi imposible (las interrogaciones son
mías):
¿”Una
piedra arrojada a un estanque sólo produce ondas una vez”?
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