Sísifo

Huele a humo. En realidad, no puede recordar muchos olores distintos al humo en su cotidiana manera de transitar por una vida que oscila entre los fríos extremos del invierno que anula al otoño y los calores rigurosos de unos veranos que asimilan tan pronto las primaveras. Camina agarrotado de tanto caminar. Y el olor a humo es, más que un recuerdo o incluso más que una sensación, un lugar y un momento, el lugar de su existencia, estos valles por los que lleva andando muchas horas que son su patria, y el momento es un instante perpetuo de estaciones que se suceden al ritmo del campo que labra junto a su familia y al que hoy ha abandonado brevemente para llevar un mensaje escrito que guarda en su zurrón negruzco.

Es este el momento inacabable del calor, que será sucedido por un invierno helador cuando quiera ese Dios al que rezan en su patria, según algo que tiene que ver con el movimiento del Sol que le abrasa, mejor dicho, que le abrasaría sino hubiera tomado la precaución de cruzar sus hombros y su cabeza con un lienzo empapado por el agua de un pozo.

Hombres a caballo han levantado una polvareda que ahora le obliga a llevarse a la boca parte del manteo humedecido. Un caballo. Elevarse sobre el lomo de ese animal y ser él mismo ya otra persona: un caballero, un guerrero… No sueña, ni casi imagina ese destino, inalcanzable, no, imposible, pero durante unos segundos ha visto a alguien muy parecido a él con los atavíos propios de esos hombres. Y sigue en su caminar ya dolorido y casi renqueante, pese a su edad. Su edad, en verdad es un viejo con poco menos de tres décadas de vida. Como lo es desde hace ya tanto tiempo su propio padre. Un anciano.

Piensa de hecho en su padre, y en su madre. Y no puede imaginarlos en su juventud porque en sus valles no hay nada parecido a la edad en que la vida te espera, la vida en ellos no te espera, la vida es una acumulación de signos extraños y de oscuridad.

El calor es cada vez más pesado, más doloroso, ya los trapos casi secos y sin agua cerca, con una hora en la que ese Sol es más enemigo que amigo. Y el hambre aprieta porque el joven adulto se ha comido ya hace un buen rato el poco pan con higos y algo de queso que su zurrón transportaba. Otros guerreros ahora en sentido contrario levantan un ruido furioso y un viento de arena que le obliga a salir del camino y caminar ahora al borde de los sembrados del castillo hacia el que se dirige. Intenta sonreír. No puede. No es en verdad que no pueda, es más bien que no sabe, o que se le ha olvidado desde que el fuego y la sangre se apoderara hace unas semanas de esos valles que son ya casi solo el humo invasor de sus pulmones, de sus ojos y de su boca seca.

Tiene miedo, porque de repente ha caído en la cuenta de que lo que está haciendo no es arriesgado, es temerario, pero cuando se le encomendó el viaje no pudo o no quiso detenerse a cavilar sobre su seguridad y siquiera sobre su propia vida. Solo pensó en su hija, recién nacida. Ahora está asustado, aunque sorprendentemente se encuentre al final de su recorrido, a las puertas de un puente levadizo asfixiado por un humo que no le impide divisar el castillo, un puente que puede estar seguro de que se encuentra bajado en ese preciso momento porque no dejan de salir caballeros armados, muy armados, con todo el instrumental de guerra que se pueda imaginar, con carros cargados con máquinas para destruir incluso.

Ya le atiende un centinela que vigila el acceso a la fortaleza, aunque no es capaz de entender bien lo que le pregunta porque su dialecto es tan distinto al que él ha escuchado toda su vida que ya no sabe si de hecho se encuentra incluso en otro reino, o en un condado quizás enemigo. Y ese acento como de hombre del norte... No logra hacerse entender, y ve cómo el gigantón que ahora le chilla hace señas a otros guerreros que se acercan a la carrera hacia ellos con una actitud nada tranquilizadora, más bien aterradora.

Su zurrón se ha desgarrado y ha perdido el manteo que cubría su cabeza para defenderla del calor que todavía azota la explanada donde intenta zafarse de las acometidas de los guardias. Prendido y sangrante su nariz le llevan en vilo hasta el interior del castillo, atravesando dependencias que no podría haber imaginado y menos aun soñado en su peor pesadilla le iban a ser presentadas en circunstancias tan crueles, pues un nuevo puñetazo en la boca de su estómago le hace arrojar el poco alimento que había injerido en su inclemente caminar.

La partida de ajedrez continúa entre tanto, ajena a lo que no ocurra en el tablero donde los peones no son labriegos de siglos y los reyes y las reinas permanecen firmes, de pie en su celda que es casilla, y los caballos acusan la rigidez de su ele y las torres se desplazan rectamente y los alfiles trazan diagonales descomunales y letales y la vida no vale nada como tampoco vale ya la vida de quien porta un mensaje que nadie va a leer, la de uno más de los habitantes de aquellas tierras, de aquellos tiempos de hombres sin el amparo del progreso, la de un guiñapo que ya es un muerto sobre un potro de tortura ignorado por los jugadores que intercambian sonrisas de admiración y de desprecio, alternas, a medida que la partida desemboca en el jaque con el que siempre el punto y final llega en una sísifica tarea agotadora reanudada cada tarde en el mismo lugar durante los últimos cuarenta años de sus vidas.

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