Cézanne, clasicismo moderno; POR Alfonso Blanco Martín


El siglo XIX es el siglo del arrebato tecnológico y vital de los humanos sin pensar en sus consecuencias, incluso confiando en las mismas, incluso esperando esperanzadoramente (sin tener en cuenta al conjunto de humanos del mundo) que la mejora de la condición humana europea y norteamericana estaba servida y que la tierra era una pelota inagotable al servicio del animal de los inventos, de nosotros mismos. El siglo XX quiso sentirse más importante que su padre con sus extremos tecnológicos y su liberalización de conductas y economías. La perspectiva del tiempo que nos proporciona habitar otro siglo nos ha enseñado que solo superó a su predecesor en violencia y falta de soluciones para lo que se empezó a comprender que era la esperanza: un absurdo impostado.

El arte muestra y transfigura las bondades y maldades humanas, tanto como es seguidor de las mismas, del tiempo en que se ofrece o incluso va más allá: muestra, sigue y funda las “malbondades” que el humano va recreando con sus acciones torpemente imitadas y supuestamente evolucionadas desde las ejecutadas por termiteros y manadas de mamíferos.

Un artista singular, como es Cézanne, representa con su obra los avatares y posibilidades del siglo XIX, al mismo tiempo que abre sin saberlo el camino del orgulloso siglo XX.

Una sola obra de Cézanne es un mundo, es un alma hecha color y un paseo por la sensación de estar vivo, como si eso pudiera ser contemplado desde la muerte. Y aun, con todo, una sola obra de Cézanne no es nada comparada con el conjunto de sus pinturas, tan inútiles como el arte pueda llegar a ser, tan seductoras como la intimidad de cualquier humano está llena de un interés inabarcable. El conjunto de la obra de Cézanne es como el extraordinario baile de un solitario expuesto a las miradas indecentes de quien lo contempla sin haber sido convocado para ello.

¿De dónde brotan estas palabras que se desbordan por el acicate de óleo, acuarela y lápiz aplicado sobre papeles y telas de una forma solo comparable a la libertad de otro solitario muy diferente y contemporáneo suyo, de aquel que fue loco oficial, de Van Gogh? Brotan de los verdes con vocación de azules que invaden todas sus obras, del irracional racionalismo que desprende cada uno de los árboles de Cézanne, cada una de sus manzanas, cada uno de sus desnudos, cada una de sus casas, cada una de sus montañas; brotan de que cada uno de esos objetos o visiones no es nada sin el encaje imperfecto con el resto de objetos, aires y cuerpos que lo acompañan.



Cézanne, al final de su vida tenaz y trabajadora, tras pasar por todos los procesos posibles de búsqueda y encuentro con la luz, el color y la forma, tras empeñarse en ser un clásico sin dejar de ser moderno, en superar el impresionismo y asumirlo, tras caminar y pintar día tras día, sin desmayo, y justo en los años primeros del siglo XX (murió en 1906) nos ofrece un cúmulo de colores que son forma de la naturaleza, permite que nuestras retinas dancen entre azules, verdes, rojos, amarillos y tierras como si inventar el colorido fuera algo por hacer, algo posible e inalcanzable, como si la forma se disgregara en planos de color que piden ser leídos como jeroglíficos, llenos de sentido y misterio. Su invitación a ser sensible sin dejar de pensar, a tener los pies en la tierra con la mente en el cielo y sus reflejos en esta fina capa habitada por los humanos continúa abierta en el conjunto de su obra, en cada una de sus obras, en cada detalle de su obra inabarcable.

[Alfonso Blanco Martín es José María Shandy Coetzee, y viceversa.]

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