Un chalé es un chalé es
un chalé: no tiene aura, aunque sí techo y piscina y otros servicios y
dependencias.
Si, cuando sois dirigente y portavoza, os hipotecáis
por treinta años para pagar mil seiscientos euros al mes, eso significa que no
abandonaréis la política hasta saldar la deuda. Hasta la próxima glaciación.
Si no tienes un puesto
fijo, un plan de hipoteca de estas características es cosa de descerebrados o
de descarados. Y ello contando con que no os divorciéis, porque en ese caso el descalabro puede ser mayúsculo.
Os aferraréis, por tanto, a los cargos públicos para seguir cobrando
unos sueldos elevados. Hasta la próxima glaciación.
Cobrar sueldos elevados
por el desempeño de un buen trabajo es deseable y perfectamente legítimo en una
sociedad meritocrática. Pero pensar que uno va a la política para permanecer
largamente y para cobrar con largueza es cosa de aprovechateguis.
La
casta la forman aquellos políticos de mucho gasto y alto nivel
que quedaron congelados, que no pueden regresar a sus empleos anteriores. ¿Por
qué?
Porque carecían de
trabajos bien remunerados, trabajos que ya no les podrán cubrir sus dispendios.
O trabajos de los que habrán perdido su cualificación.
De ahí vienen los dinosaurios políticos... Lo dije hace
cinco años, en la anterior glaciación, y ahora lo sostengo igual. Parece que
los nuevos políticos siguen por el mismo camino: el de quedarse tan frescos.
Cuando los dinosaurios
dominaban la tierra, no consta que hubiera políticos en activo. No se había
producido la extinción, y la especie humana no había aparecido. Tampoco los
diputados.
Tal como la conocemos, la profesionalización política es un
hecho muy reciente, aunque ciertos representantes nuestros no lo parezcan.
Celia
Villalobos, por ejemplo, lleva muchos, muchos años de diputada;
algunos menos Vicente Martínez Pujalte.
A Celia la hemos visto engordar, adelgazar, volver a engordar.
Ahora, eso sí,
manteniendo la línea: esa facundia agresiva. A Vicente lo hemos visto con
bigote, sin bigote, lenguaraz, con barriga, con más barriga y aferrado al
escaño.
Me pregunto cuántas
décadas ha llevado Alfonso Guerra
como diputado: cuando comenzó, no hacía nada que el hombre había llegado a la
Luna, se llevaban los pantalones acampanados y el Festival de Eurovisión aún
era un certamen prestigioso.
¿Por qué digo todo esto? ¿Por demagogia, por populismo? No.
Desempeñar un cargo no es una bicoca: yo no lo haría, desde luego. No tengo
madera de héroe. Y gestionar o gobernar bien es algo heroico.
Pero sé de muchas
personas capacitadas que podrían sustituir a diputados y cargos que llevan
enquistados desde la antepenúltima glaciación.
Han quedado como
congelados conservando así larga vida en la política doméstica. O en la
europea, cuando aquí ya no logran escaño.
Lo digo, por ejemplo, por
Alejo Vidal-Quadras, que lo remitieron
al Continente para ver si se perdía por Estrasburgo o por Bruselas o por
cualquier otra covachuela de las instituciones europeas.
Es imposible que la democracia funcione aceptablemente con
especies que no se extinguen, que sobreviven a las heladas, a las granizadas, a
las tormentas políticas. Solo puede explicarse por el dominio de los aparatos
de los respectivos partidos.
Fijemos una limitación de
mandato. Así aún podremos ver algunos milagros [decía en 2013]: que Alfredo Pérez Rubalcaba vuelva a la
cátedra; o que Mariano Rajoy se
dedique a lo que verdaderamente sabe: a registrar propiedades y no nuestros
bolsillos.
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