Hay en este país de países como
un rumor de incendio instalado en esa conciencia poderosa a la que llamamos
sociedad civil. Una silueta inexplicablemente informe se ha apoderado de todos
los que sin querer serlo o siéndolo a carta cabal nos decimos o les dicen
españoles. Es un pretérito imperfecto inaprensible que no sabe ser futuro
perfecto y que no quiere ser presente de indicativo ni ser presente como
regalo. Una desidia histórica, tradicional, casi congénita, nos aturde hasta
para lo más sencillo, que es caminar sin lanzarnos (demasiadas) piedras.
Quizás al final vivir en este territorio que aún llamamos España, o (los más convencidos de no querer ser lo que no son) el Estado español, no sea más que tropezar de piedra en piedra, una y otra vez, viendo la vida pasar y sin instalarnos en esa peligrosa senda que sabemos pronunciar pero no usar y que se definió poco a poco como democracia.
Hoy pareciera que todos tenemos una solución para todos los problemas que nos agobian y nos retienen. Una solución que es siempre: cuanto mejor, peor; cuanto más, menos. Ellos son los culpables. Nosotros somos nosotros.
Y así nos va. Que ni nos va, ni nos viene.
Cómo nos gustó la Guerra Civil, la del siglo pasado: cómo nos gusta la palabra bando, cuánto decir eso de hacefaltaseridiotaparavotaral… Pero qué pocas veces miramos al otro como un resplandeciente ser humano dispar, no como un enemigo o como un cuerpo atrincherado al otro lado, donde aún respiran los que mataron a nuestros abuelos.
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