El intelectual francés Michel Houellebecq publicó en 1998 Las
partículas elementales, una novela, una de las obras que alimentan la
categoría popular de provocador y polémico polemista del escritor. Yo la acabo
de leer ahora, veinte años después creyendo que era una novela reciente, y lo
he estado creyendo hasta que al acabarla he ido a informarme de cuándo había
sido escrita.
No sé si me ha gustado, por
cierto, pero eso no importa, o sí. No lo sé.
Las partículas elementales
es de esas novelas donde uno puede leer a menudo frases como estas que siguen:
“La
visión del mundo adoptada con mayor frecuencia en un momento dado por los
miembros de una sociedad determina su economía, su política y sus costumbres.
Las
mutaciones metafísicas —es decir, las transiciones radicales y globales de la
visión del mundo adoptada por la mayoría— son raras en la historia de la
humanidad. Como ejemplo, se puede citar la aparición del cristianismo.”
Yo mismo escribo a veces en mis
relatos y en mis novelas excursos así, de ese tenor, pero procuro que al lector
no le parezca al leerlos que se ha equivocado de lectura y cuando creía que
leía una novela en realidad estaba leyendo un ensayo. Pero Houellebecq ni siquiera escribe un híbrido de esos que no sabemos qué
lee uno, si ficción, si una novela, si un ensayo trufado de relato, si…
No son muchos los momentos novelescos
de alta narrativa que uno se encuentra al leer Las partículas elementales. Pocas veces se topa uno con hallazgos
como este, que son de los que le ponen a uno en situación de creer que está
leyendo a un novelista de fuste, atractivo en su poder de convocatoria lectora:
“Iba a vivir lo que hubiera que vivir”,
nos dice el autor en un momento dado de Michel,
el principal protagonista de su ¿novela? O este otro: “esas zonas de
silencio y aburrimiento en las que se deshace la vida.” O este: “la hierba de
la ribera estaba calcinada, casi blanca; bajo la sombra de las hayas, el río
desplegaba indefinidamente sus líquidas ondulaciones, de un verde oscuro. El mundo exterior tenía sus propias leyes,
y esas leyes no eran humanas.”
Bruno, hermanastro de Michel es un personaje muy peculiar, también, como lo es Michel.
Cuando el narrador nos acerca a Bruno todo es un pozo de enfermizo deseo, hasta
el punto de que el narrador parece contagiarse tal que así:
“Bruno
se dijo que entre 1974 y 1975 se había producido un cambio definitivo en la
sociedad occidental. Seguía tumbado en la hierba junto al canal; su cazadora de
lona, enrollada bajo la cabeza, le servía de almohada. Arrancó una brizna de
hierba, palpó la húmeda rugosidad. Durante esos mismos años en los que él
intentaba acceder a la vida sin éxito, las sociedades occidentales resbalaban
hacia una zona oscura. En aquel verano de 1976 ya era evidente que todo aquello
iba a acabar muy mal. La violencia física, la manifestación más perfecta de la
individuación, iba a reaparecer en Occidente a consecuencia del deseo.”
Las mujeres son en Las partículas elementales ciertamente reivindicadas
por Houellebecq, quien parece
encarnar el papel del perfecto feminista,
como muestran estas dos citas (y lo que sigue):

“En la
historia siempre han existido seres humanos así. Seres humanos que trabajaron
toda su vida, y que trabajaron mucho, sólo por amor y entrega; que dieron
literalmente su vida a los demás con un espíritu de amor y de entrega; que sin
embargo no lo consideraban un sacrificio; que en realidad no concebían otro
modo de vida más que el de dar su vida a los demás con un espíritu de entrega y
de amor. En la práctica, estos seres humanos casi siempre han sido
mujeres."
Porque, ¿para qué servimos los hombres?, se pregunta Michel, el
protagonista de la novela (¿o el autor?). Y, esta vez, sí es el Michel
escritor, el autor, quien responde, no me cabe duda de que es él:
“Puede
que en épocas anteriores, cuando había muchos osos, la virilidad desempeñara un papel específico e insustituible; pero
hacía siglos que los hombres, evidentemente, ya no servían para casi nada. A
veces mataban el aburrimiento jugando partidos de tenis, cosa que era un mal
menor; pero a veces les parecía útil hacer avanzar la historia, es decir,
provocar revoluciones y guerras, esencialmente. Además del absurdo sufrimiento
que causaban, las revoluciones y las guerras destruían lo mejor del pasado,
obligando siempre a hacer tabla rasa para volver a edificar. Si no se inscribía
en el curso regular de un avance progresivo, la evolución humana cobraba un cariz caótico, desestructurado,
irregular y violento. Los hombres, con su amor por el riesgo y el juego, su
grotesca vanidad, su irresponsabilidad, su violencia innata, eran directamente
responsables de todo eso. Desde todos
los puntos de vista, un mundo compuesto sólo de mujeres sería infinitamente
superior; evolucionaría más despacio pero con regularidad, sin retrocesos
ni nefastas recriminaciones, hacia un estado de felicidad común.”
En Las partículas elementales hay alguna
reflexión sobre lo que es el pasado que a mí como historiador me ha
interesado especialmente (aunque me costó al leerlas encajar ese discurso en el
movimiento intelectual que yo espero que se produzca en mi cabeza cuando leo
una novela; sí, y dale):
“Al
considerar los acontecimientos presentes de nuestra vida, oscilamos
constantemente entre la fe en el azar y la evidencia del determinismo. Sin
embargo, cuando se trata del pasado, no tenemos la menor duda: nos parece obvio
que todo ha ocurrido del modo en que, efectivamente, tenía que ocurrir.”
Consideramos… los que
no piensen en el pasado como piensan en el pasado los historiadores, se
entiende. Pero sí, señor Houellebecq, tiene usted razón.
Se tarda en descubrir el amor, al
menos Michel llega a él demasiado tarde y ni tan siquiera quizás sepa que lo ha
conocido, pero el otro Michel, el escritor, dice de él…
“El
deslizó una pierna entre las de ella, puso las manos en su vientre y en sus
senos; en aquella dulzura, aquella calidez, se sentía al principio del mundo. Se
durmió casi inmediatamente.
[…] En
mitad del suicidio occidental, estaba claro que no tenían ninguna oportunidad.
Sin embargo, siguieron viéndose una o dos veces por semana. Annabelle fue al
ginecólogo y volvió a tomar la píldora. Él conseguía penetrarla, pero lo que
más le gustaba era dormir a su lado, sentir su carne viva.”
Pero la dicha es reticente en esta
novela, y es más un libro sobre la muerte que sobre la vida, tal es el halo
pesimista que envuelve toda la narración:
“No
obstante, algunos días, atrapados por una magia imprevista, tenían momentos de
aire fresco, de sol tonificante; pero lo más normal es que sintieran que una sombra
gris se extendía en ambos, sobre la tierra que los sostenía, y en todas las
cosas veían el final.
[…]
Michel
Djerzinski había vivido su vida humana solo, en un vacío sideral. Había
contribuido al progreso del conocimiento; era su vocación, era la manera que
había encontrado para expresar sus dones naturales; pero no había conocido el
amor.”
Un pesimismo que se plasma magníficamente
con una categoría, por fin, mayúscula, de escritor excelente en el siguiente
pasaje magistral, puesto en boca del otro Michel:
“«El humor no nos salva; no sirve prácticamente para nada. Uno puede enfrentarse a los acontecimientos de la vida con humor durante años, a veces muchos años, y en algunos casos puede mantener una actitud humorística casi hasta el final; pero la vida siempre nos rompe el corazón. Por mucho valor, sangre fría y humor que uno acumule a lo largo de su vida, siempre acaba con el corazón destrozado. Y entonces uno deja de reírse. A fin de cuentas ya sólo quedan la soledad, el frío y el silencio. A fin de cuentas, sólo queda la muerte.»”
Bla, bla, bla, pero… ¿de qué va Las partículas
elementales? Parece que es una novela que, constatando la necesidad de
certeza racional, a la que Occidente habría sacrificado todo (incluida la
felicidad… y la misma vida), nos muestra una reflexión sobre lo que necesitamos
los humanos para afrontar un futuro que sin ella se presenta más que incierto horroroso.
Michel, el protagonista, el científico, le deja un legado a la humanidad. Este
legado:
“La humanidad debía dar nacimiento a una
nueva especie, asexuada e inmortal, que habría superado la individualidad,
la separación y el devenir”.
Sería un salto cualitativo que
permitiera sustituir a la “época
materialista”, la que viene desde el cristianismo medievalista, consistente
en una época donde el lugar central lo ocuparon “los conceptos de libertad individual, dignidad humana y
progreso”.
Y sí, este es el libro en el que Houellebecq
se ganó la enemiga de los islámicos, sobre todo, imagino de los islamistas,
menos dados a dejarse caer por el lado iluminado de la razón. Y lo es porque en
él le podemos leerle esto al narrador (sí, ya lo sabemos, no tiene por qué ser
el narrador el autor, pero yo no cierto a ver cuándo el que nos cuenta lo que
es la novela deja de ser el autor, salvo cuando fabula:
El islam
es “la más estúpida, la más falsa y la más oscurantista de todas las religiones
[y] a largo plazo está condenado”.
La metaficción que se supone que es esta novela acaba así:
“Este
libro está dedicado al hombre.”
Comentarios
Publicar un comentario
Se eliminarán los comentarios maleducados o emitidos por personas con seudónimos que les oculten.