Quien esto escribe nació el último día de este mes.
Pero eso no importa, ahora. Hablamos de un fusilamiento.
Durante lo que se ha dado en llamar segundo
franquismo, la dictadura del general Francisco Franco relajó de alguna manera su habitual ejercicio de la represión, pero
tuvo, claro está, sus recaídas,
propias de un régimen sustentado en la negación de la concordia y en la
persecución de toda oposición, de toda disidencia y de todo rastro de los años
de la República.
Una de las recaídas
se produjo ese año de 1963. El 20 de abril tuvo lugar la ejecución del
dirigente comunista Julián Grimau, que había sido detenido en noviembre del año
anterior y al que se le imputaron delitos presuntamente cometidos durante la
Guerra Civil, relacionados con su actividad como policía en la Barcelona bélica.
Su juicio, una fantochada más propia de los años más oscuros del más negro
primer franquismo, y su fusilamiento causaron que la comunidad internacional llevara
a cabo una monumental serie de protestas contra el régimen. Pero, además, la
detención de Grimau en noviembre del 62 y, especialmente, su proceso y
ajusticiamiento, así como esa polémica subsecuente en el extranjero, están
detrás de la creación del conocido como Tribunal de Orden Público, nacido en
diciembre del año 63 para juzgar los llamados delitos políticos y que habría de
perdurar hasta el final del franquismo… y aun un poco más allá, hasta comienzos
de 1977. En realidad, la verdadera actividad del Tribunal de Orden
Público fue ejercer la más pura represión de cualquier atisbo de disidencia.
Al fusilamiento de Grimau, en esa línea de recaída en
la razón de ser del régimen, cabe añadir el agarrotamiento de dos anarquistas
en agosto de aquel 1963, Francisco Granado Gata y Joaquín Delgado Martínez,
acusados de un atentado que en realidad no habían cometido.
Comentarios
Publicar un comentario
Se eliminarán los comentarios maleducados o emitidos por personas con seudónimos que les oculten.