Recuerdo cuando leí por primera vez Los partidos políticos (1911), de Robert Michels. Fue
en la época postrera
o, mejor, penúltima del felipismo, justo
cuando la hegemonía
socialista empezaba a declinar en España, justo cuando aparecían los primeros casos
de corrupción en el PSOE.
La ley de hierro de la oligarquía (y de la socialdemocracia)
A pesar de su fecha (1911), o precisamente por ello, Los partidos políticos me pareció un texto premonitorio,
acertadísimo.
Un siglo atrás el antiguo socialdemócrata Michels atinaba con
sus análisis, con sus diagnósticos: el partido no era finalmente más que una maquinaria burocrática, una
organización en la que sus distintos dirigentes se disputaban los poderes
internos y externos. Ajá, me dije. Esto mismo es lo que sucede en el PSOE de
finales de los ochenta y primeros noventa.
Por supuesto, la mía era una falsa impresión. Aunque
Michels había
analizado con finura el funcionamiento de la institución moderna,
de la organización
de masas, del partido obrero, su texto tenía fecha y contexto. Y tenía subtexto.
Michels era un desencantado de la socialdemocracia
alemana y la experiencia la volcaba contra sus antiguos correligionarios,
aquejado de un rencor incurable.
A pesar de ser un instrumento de participación y
representación populares,
decía Michels, el partido obrero no puede tener
democracia interna. Todo se delega en beneficio de un líder o de
unos líderes
que tienden a atesorar el poder, a concentrar los recursos, a exigir
obediencia.
No es posible ejercer la democracia directa, las
decisiones colectivas tomadas por todos en la plaza pública. Por
eso, hay tensiones continuas para hacerse con la representación: tensiones que
no siempre acaban en equilibrio, sino en el
mandato de los sátrapas.
¿Hay solución? Internamente no la hay, respondía. Michels
hablaba de la ley de hierro de la
oligarquía. "Quien dice organización dice oligarquía",
precisaba al final de su ensayo. Es un círculo vicioso:
en su funcionamiento interno no es posible crear un mecanismo democrático,
porque los líderes
o disputan entre sí o
se someten al dirigente máximo.
Por supuesto, en ese esquema hay elementos ciertos y datos de hecho, pero
elementos y datos que no son rasgos exclusivos de la socialdemocracia. Todo
partido tiene esas tendencias oligárquicas.
¿Qué respuesta acabará dando
Michels a la oligarquización? Pues la
elección
carismática, la elevación de un líder exactamente
carismático
que ponga fin a los conflictos internos, a esos miserables egoísmos de los
líderes chiquititos: un dirigente
irrevocable que conduzca a todos hacia un objetivo común.
La ética de la responsabilidad
A comienzos del siglo XX, tras la decepción que la
socialdemocracia provoca, acosada por toda clase de extremismos y violencias
crecientes, decir líder carismático era concebir dictaduras unipersonales,
tiranías del bien común. En el caso concreto de Michels, esa solución le llevará al fascismo, que es aquella fórmula
política a la que
finalmente se adhiere. Robert pasará a ser Roberto, así
renombrado y agasajado por Benito Mussolini, del que recibirá una cátedra como
premio.
Cada vez que en Occidente nos decepcionamos con las
democracias achacosas de que disfrutamos, cada vez que deploramos el estado de
los partidos, es probable que no nos falte razón: probable que nuestras
críticas estén muy justificadas.
Pero el criticismo y el sueño de un nuevo comienzo
suele llevar a la antipolítica, al adanismo inocente o cínico, al populismo, ese credo que apela al
pueblo por encima o por debajo de las instituciones oligárquicas. El de Michels
era un diagnóstico aceptable que se basaba en una concepción prístina e
idealista de la democracia, una idea remota de democracia directa añorada e impracticable
en la vida contemporánea.
La conclusión era obvia: el género humano es
decepcionante porque todo lo que emprende de bueno se malogra; y más
decepcionantes aún son sus producciones materiales y políticas, instrumentos de
poder y de interés.
Criticar la institución partido como una forma antidemocrática supone
inevitablemente respuestas excepcionales:
cirujanos de hierro, modelos castrenses, soluciones napoleónicas, etcétera, que
se concretan en dictaduras dispuestas a sanear y a extirpar el mal. La
disolución
del sistema de partidos, por ejemplo.
En la sociedad
de masas, de cuyo origen Michels sólo pudo ver los inicios, el
liderazgo es algo imprescindible desde el punto de vista de la organización, pero
también
desde el punto de vista de la comunicación. No está claro que lo único
posible sea el jefe providencial, una figura peligrosa que acaba confundida con
el dictador: siempre popular, siempre excepcional. En realidad, lo deseable es
un líder
democrático,
con capacidad de organización y de comunicación, un dirigente que sepa transmitir
honestidad y habilidad, que sepa incorporar tradición e innovación, que sepa
emplear los medios habituales y los nuevos recursos, que sepa aunar lo disuelto
o enfrentado. ¿Existe? ¿Es
posible? Para Michels, no. Una crisis económica y política abre las puertas a
toda clase de demagogos, que se invisten de carismas aureolados.
Max Weber,
su antiguo compatriota y profesor había dado una solución distinta a los retos
de ese cambio de siglo. Weber había diferenciado la ética del científico de la
del político. Es archiconocida esta distinción, pero en
momentos como éste quizá sea
conveniente recordarla.
Al científico se le pide que se deje guiar
por los principios, por la convicción.
Uno no puede cambiar las reglas a su antojo: debe, por el contrario,
disciplinarse, someterse, contenerse. Hay una meta que se formula como objeto
de conocimiento, una meta a la que no podemos renunciar y que se plantea en términos de hipótesis;
hay unas reglas a las que hay que atenerse, que son las convenciones que todo
investigador debería
cumplir; hay unos procedimientos a seguir, técnicas comprobadas, verificadas;
hay unas pruebas a realizar, pruebas que permiten corroborar o descartar la hipótesis
inicial.
¿Rutinario? Quizá. Tal vez, todo ello no haga del
científico un
genio, sino una figura metódica. Pero necesitamos eso: gente que se ciña a unos
pasos que todos podrían
seguir si quisieran reproducir las etapas de la investigación. Esos
pasos o las audacias del investigador (pues en ocasiones se sale del guión y de ahí viene el
descubrimiento) no pueden invalidar el punto de partida, el objeto: uno no
puede renunciar de manera arbitraria o por conveniencia a lo que halla, le
confirme o no. A esa manera de proceder, entre rigurosa y exigente, Weber la
llamaba ética
de la convicción. Es la de quien se atiene a los principios…
¿Se le pide al político que actúe igual?
Por supuesto que no. Weber describió cuál era el tipo ideal de político: aquel que se ciñe a la ética de la
responsabilidad. Tiene unos principios genéricos que
le mueven e incluso que le guían en el día a día. Tiene unas convicciones por las
que cree valioso batirse, pero no hace de ese ideal una condición sine qua
non.
¿Quiere eso decir que el político
weberiano es un chaquetero, un pancista, alguien dispuesto a sacrificar
cualquier principio? Por supuesto que no. Es, por el contrario, un tipo
responsable en el sentido de que teniendo como fin último unos
principios que cree moralmente dignos, unos principios que cree buenos, es
capaz de demorar su consecución: es capaz de transigir en lo accidental y en lo
negociable; es capaz de llegar a pactos
para no agravar el estado del mundo.
En cambio, el
político
que dice guiarse por la convicción y sólo por la convicción es un tipo temible. Prometerá pactos y
consensos, uniones patrióticas y soluciones definitivas, pero como argucias.
Sabe íntimamente que la única política que importa es la guiada por una férrea
convicción (desde las creencias religiosas hasta sus propias ambiciones). Y
sabe que acabará por imponer sus principios. No espera la ruina ni la destrucción pues se
sabe guiado por un ideal que él juzga irreprochablemente moral y valioso y
bueno.
Temible.
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