¿Qué le pasa a la ficción cuando es mucho más que ficción y se convierte en
fábula, en magia o en realidad dislocada?
Uno ve una película
singular donde un cuento es un pedazo de verdad infantil, un trozo
inquietante pero amable de tensión emocional, de confuso enamoramiento en la
edad primeriza en que todo está ahí esperándonos, y uno se queda perplejo
porque cree no haber entendido nada pero sabe que no había nada que entender en
la cabal patraña cinematográfica que
acaba de contemplar de un tirón, entretenidamente desconcertado.
Nacho
Vigalondo es un director de cine convencional que hace
películas peculiares que se atienen a los cánones del cine sorprendente hecho
por profesionales que rozan la genialidad creativa de los mejores artistas. Su
película de 2016, tan estadounidense y tan mundial, tan de cualquier sitio de
este mundo moderno que tal vez ya no lo sea, titulada Colossal, tiene su mayor
mérito en el hecho de haber sido hecha. Ni más ni menos. Me imagino al director
español tratando de convencer a quienes han puesto la pasta para rodarla y
comercializarla y me lo imagino haciendo un esfuerzo considerable por
explicarle a alguien que se tiene que gastar su dinero en llevar a la pantalla una imaginativa película construida con
los elementos de un disparatado cuento para niños del siglo XXI.
Colossal
se disfruta únicamente si uno se despoja de esa coraza cerebral que nos hace
querer ver la realidad tal y como a uno la propia realidad le ha hecho creer
que es.
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