En 1945, George Orwell observaba cómo cierto prisionero judío abusaba físicamente de un oficial de las SS, que acababa de caer preso tras la liberación. No cabía hacer grandes reproches por tal comportamiento, afirmaba Orwell. Sin embargo, respecto a la venganza en general, Orwell escribió:
“Hablando en propiedad, no existe la venganza. La venganza es algo que quieres llevar a cabo cuando estás desamparado y porque estás desamparado: tan pronto como se deja de estarlo, el deseo de venganza se evapora también.”
Según
Orwell, el joven judío que pateaba y empujaba a su antiguo captor, fingía
disfrutar con ello:
“Igual que uno, de joven, finge disfrutar con su primer cigarro, o un turista finge disfrutar con la visita a una exposición, o un cliente con una prostituta”.
Escritura
perversa. Hay miles de
testimonios históricos de que el deseo de venganza no se evapora así como así.
Pero claro: también debemos admitir que todos hemos fingido estar pasándolo
bien con algo que nos disgustaba sólo por no saber enfrentarnos a la presión
social, o por la cobardía de no admitir ante nosotros mismos que estábamos
haciendo el ridículo. La escritura perversa, es decir, la escritura que le da
la vuelta a los tópicos (no es la prostituta, es el cliente el que
finge), es cautivadora porque pone al lector contra las cuerdas, le reta,
le obliga a salir de su pereza mental, le fuerza seguir leyendo. Dominar la
escritura perversa es garantizarse un buen número de lectores.
(El
concepto escritura perversa fue forjado por el profesor norteamericano William
E. Cain en su ensayo Orwell’s Perversity: An approach to the
Collected Essays, editado en 2004).
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