El declive francés en las Guerras Napoleónicas empezó a mostrarse
en la península Ibérica. Y fue en la localidad donde el rey español Fernando VII había permanecido retenido
por el emperador Napoleón I Bonaparte,
Valençay, en el centro de Francia,
hoy parte del departamento de Indre, donde la guerra de la Independencia
española, la de la lucha hispana contra el invasor del norte, pareció llegar
diplomáticamente a su fin.
Pareció, sí, porque ni las Cortes
españolas, que ya habían dado al constitucionalismo español su primera ley
magna, ni la Regencia se atuvieron a
lo estipulado a finales de 1813 entre Napoleón y el hijo de Carlos IV.
José
Miguel de Carvajal, duque de San Carlos,
y Antoine René Mathurin, conde de
Laforest, en representación por un lado de la Casa de Borbón española y por
otro del Imperio francés, comenzaron el 20 de noviembre de ese año 13 las
conversaciones para negociar la paz. Veintiún días más tarde, el 11 de
diciembre, el mismísimo emperador aceptaba dar fin al conflicto en suelo
español y admitir la restauración en el
trono vecino de Fernando VII, a quien reconocía soberano de los mismos
territorios sobre los que reinaba con anterioridad al estallido de las
hostilidades en mayo de cinco años atrás. Napoleón, incapaz de negar una
evidencia, la de la derrota segura de sus ejércitos en la Península, daba por
bueno así el nuevo statu quo a cambio de que el nieto de Carlos III se
comprometiera a no ejercer represión alguna contra los llamados afrancesados ─los seguidores de las
políticas napoleónicas llevadas a cabo por el hermano de Napoleón y breve rey José I─ e incluso a devolverles cuantos
honores o derechos hubieranles sido conculcados, así como a pactar un tratado
comercial con Francia e, incluso, a pasar a sus padres, Carlos IV y María Luisa de Parma, una pensión vitalicia que les
permitiera vivir holgadamente.
Pero, como se dijo, finalmente la
negativa de Cortes y Regencia a
asumir los contenidos de lo pactado en Valençay convirtió el acuerdo de
diciembre de 1813 en papel mojado. Un papel mojado que solo se secó de algún
modo cuando lo signado, y ya tras la completa derrota militar napoleónica en la
llamada por los británicos Guerra Peninsular, tomó carta de naturaleza ─eso sí,
sólo─ en lo tocante a la restauración de Fernando VII en el trono español ya en
marzo y especialmente en mayo del año 14, cuando el monarca logró imponer su
autoritaria voluntad anticonstitucional y regresar a los modos del Antiguo Régimen.
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