El teatro en la sociedad española actual, de José Luis González Subías

En la España del siglo XIX tuvo lugar un importante debate que afectaba a la razón de ser del teatro en la nueva sociedad industrial y burguesa que acababa de nacer. Ya entonces surgieron voces de escritores e intelectuales que defendieron la necesidad de dar una protección pública —esto es, económica— a la escena, partiendo del principio de que el teatro no es industria, sino arte; afirmación que rompía los fundamentos mismos del mundo teatral, que hasta entonces —salvo en el ámbito minoritario del teatro cortesano e ilustrado, o el educativo— siempre había sido ambas cosas: arte y negocio.

Desde el momento mismo en que los comediantes hicieron de su arte una profesión, esta siempre estuvo al servicio de la “taquilla”; y de esa tensión nacieron las grandes obras de nuestro teatro nacional. El teatro es una industria artística o un arte comercial, y tratar de quitarle alguno de sus dos componentes es reducirlo a la condición de mero experimento culturalista, sin conexión alguna con el público, o bien a un simple espectáculo de variedades, destinado a ofrecer un momentáneo e insustancial pasatiempo.

Esta vieja polémica, presente en el mundo teatral desde hacía más de un siglo, se decantó en una de las dos direcciones con la llegada del proteccionismo oficial a partir de los años ochenta del siglo XX. Elección, en cualquier caso, que parecía necesaria, a la luz del desapego y desinterés por el teatro como vía de entretenimiento y lugar de encuentro social.

Si las funciones cumplidas por el teatro durante siglos habían dejado de ser necesarias —recordemos que, entre las primeras, estuvo la beneficencia—, a este no le quedaba otra alternativa, para sobrevivir, que refugiarse en su dimensión de objeto de consumo cultural, protegido por el estado; en la misma categoría que lo son los museos u otras instituciones culturales.

No obstante, algo parece estar cambiando en los últimos años. A medida que se adentra el nuevo siglo, nuevas generaciones de profesionales de la escena, muy formados técnicamente, en la mayor parte de los casos en las escuelas de arte dramático diseminadas por el país, con la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático) madrileña al frente, se han incorporado a la vida teatral, aportando a esta una savia nueva y un entusiasmo crecientes que comienzan a dar sus frutos.


Continúan creándose compañías teatrales y se abren, incluso, nuevos espacios escénicos; como ha ocurrido con especial intensidad en Madrid, en los últimos años; desde el pionero Nuevo Teatro Alcalá, en 2003, hasta la multisala teatral en que fueron convertidos los cines Luchana en 2015, además de otros interesantes proyectos como el Teatro Cofidis (2012) o el Quevedo (2013); todos ellos de iniciativa privada. La última y más destacada de estas aventuras empresariales fue la iniciada en 2016 por la compañía Kamikaze, capitaneada por el actor Israel Elejalde, el director Miguel del Arco y los productores Aitor Tejada y Jordi Buxó, cuyo excelente trabajo, en tan solo un año, ha sido recompensado en 2017 con la concesión del Premio Nacional de Teatro.   

Más allá de la protección oficial —que se mantiene y sigue siendo necesaria—, lo importante es que el teatro parece haber encontrado de nuevo su razón de ser, a caballo entre la cultura y el entretenimiento, y ha conseguido hacerse un hueco en las grandes ciudades —especialmente Madrid, seguida de Barcelona—, entre las muchas ofertas destinadas a satisfacer las necesidades de un elevado número de consumidores que viven instalados en una “cultura” permanente de saciar el ocio.

De este modo, entre el culturalismo oficioso y la incultura de masas, el teatro sobrevive como una posibilidad real, gracias a los dos imprescindibles pilares sobre los que siempre se ha asentado, los actores y el público; unos actores que en ningún momento dejaron de creer en su pasión y noble oficio, y un público minoritario y selecto —en su mayoría está compuesto por personas de elevada formación cultural—, pero lo bastante fiel, estable y joven como para augurar todavía una próspera vida al arte dramático en España.



[Este texto pertenece al libro de José Luis González Subías para Punto de Vista Editores dedicado a la historia del teatro español (en proceso de edición).
González Subías escribe un excelente blog llamado La última bambalina]

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