En 2011 apareció la que hasta la fecha es la antepenúltima novela
de Juan Marsé, la que hacía la número trece de su impecable carrera
novelística. Yo la acabo de leer. No sé muy bien por qué acumulaba entre las
lecturas de obligado cumplimiento Caligrafía
de los sueños ya desde hace bastante más tiempo del que se merecía el gran
escritor español, mi Barcelona particular.
En ella, Marsé volvía a escribir sobre “la cotidiana carga de
deseos y carencias”, como el narrador de su espléndida Caligrafía escribe en un momento de sus delicadamente certeras
páginas. Vuelve Marsé a escribir sobre eso que es la vida, tras de la cual siempre creemos no haber hecho lo debido, algo que
nos desazona porque al final todo dura “hasta que le deja a uno para el
arrastre”, aunque, al menos siempre nos quede “el consuelo del olvido”.
Decir que Marsé vuelve
es una manera de engrandecer su magnífico legado literario y, en modo alguno,
una forma de retorcer críticamente la calidad de su narrativa para ceñirla a lo
que, lejos de ser reiterativo, se convierte en sus novelas en un recurrente
mundo impecable, el de la Barcelona de la posguerra presidida por la dictadura franquista
y las inclemencias de la realidad de un país sonámbulo pero lleno de vida.
“El gratificante ir y venir de la verdad a la mentira” en ese “trenzar
fabulación y memoria” por medio de la escritura: ESE ES MARSÉ. Por muchos años.
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